64. ¿Es correcta la idea de criar a los hijos para que cuiden de uno en la vejez?
Desde que era pequeña, siempre oía a la gente de la generación de mis padres hablar de criar a los hijos para que los cuidaran en la vejez. Cuando crecí, fui muy buena hija con mis padres. Después de casarme, tuve un hijo y una hija. Cuando eran pequeños, de vez en cuando les hablaba de que la familia Wang no había criado a su hijo en vano, que cuidó de sus padres cuando eran mayores y se despidió de ellos como correspondía. En cambio, la familia Zhang tuvo cuatro hijos, pero, cuando el padre se hizo mayor y ya no pudo valerse por sí mismo, ninguno de ellos cuido de él. ¡Realmente crio una camada de miserables desagradecidos! También les preguntaba a mi hijo y a mi hija: “Los estoy criando, así que, ¿cuidarán de mí cuando sea mayor?”. Mi hijo respondía: “¡Claro que sí!”. Yo lo elogiaba con alegría y decía: “¡Sí que entiendes las cosas! No te he criado en vano”. Gracias a mi adoctrinamiento, mis hijos aprendieron a ser buenos hijos conmigo desde pequeños. No tengo muy buena salud. En mis 30 años, me diagnosticaron una cardiopatía e hipertensión. Cuando me da un ataque fuerte, me cuesta respirar y me mareo. A veces me siento tan débil que no puedo ni caminar. Cuando mis hijos crecieron, independientemente del trabajo que yo estuviera haciendo, se apresuraban a encargarse de ello en cuanto me veían haciéndolo. Realmente cuidaban de mí. Ver a mis hijos tratarme tan bien me hacía sentir muy tranquila. Sentía que no los había criado en vano y que tenía con quien contar en mi vejez. A medida que he envejecido, en los últimos años he tenido episodios frecuentes de cardiopatía e hipertensión. Suelo padecer de opresión en el pecho, dificultad para respirar, mareos e insomnio, y me paso todo el día aturdida. También me siento tan débil que no puedo ni andar. Mi marido llega agotado de trabajar todo el día y no tiene energías para cuidar de mí, así que mi hijo y mi nuera me llevaban al médico y se encargaban de cuidar de mí. Durante la pandemia, en 2021, me contagié de COVID-19 y estuve postrada en cama, sin poder moverme. Mi hijo y mi nuera me traían agua y medicamentos, y me cuidaban bien. A veces, mi hija volvía para ayudarme a limpiar y hacía panecillos al vapor y panecillos rellenos para guardarlos en el congelador. Cada vez que pasaba eso, me sentía especialmente satisfecha y sentía que no había criado en vano a mis hijos.
A principios de 2023, el jefe de mi hijo quería trasladarlo a otra zona para trabajar y darle un ascenso y subirle el sueldo. Mi hijo habló conmigo sobre si debía aceptar o no. Cuando oí la noticia, pensé: “Mi hijo aún no tiene su propia casa. Le vendrá bien ganar más dinero para poder llevar una vida más cómoda”. Pero luego pensé que, cada año, yo me estaba poniendo más mayor, tenía el cuerpo debilitado por las enfermedades y todavía necesitaba que mi hijo cuidara de mí cuando encontraba que no podía moverme. Si se iba a trabajar a otra zona, ¿podría seguir contando con él en los momentos críticos? En un abrir y cerrar de ojos, llegó el verano y su jefe redobló esfuerzos para convencerlo. Su sueldo no solo sería más del triple, sino que, además, su jefe prometió que le conseguiría un buen trabajo a su esposa. Mi hijo y mi nuera aceptaron. Me molestó mucho oír la noticia y pensé: “Cuando se vayan, ¿con quién podré contar si caigo enferma?”. En ese momento, mi hija se había ido a otra zona a cumplir sus deberes. Después de que se marcharon, me sentí extremadamente sola y totalmente desamparada. Pensé: “Mi hijo se encargaba de todos los asuntos familiares. Cuando pase algo en el futuro, no será fácil contar con su ayuda. Si mis hijos no están cerca, cuanto más envejezca, menos podré contar con ellos”. Al pensarlo, me sentí bastante desalentada.
Poco después de que mis hijos se marcharan, volví a contagiarme de COVID-19. Fue mucho más grave que la primera vez. Mi marido no sabe cuidar de nadie; solo sabe perderse en su trabajo. Yo estaba recostada sola en la cama, me sentía muy desolada y pensaba en lo bonito que sería que mis hijos estuvieran cerca. Me estoy poniendo cada vez más mayor y mi salud va cada día peor. En ese momento necesitaba mucho que mis hijos cuidaran de mí, pero no estaban cerca y yo no podía contar con nadie. Casi sin darme cuenta, mi corazón se fue llenando de preocupación y no tenía ningún interés en leer las palabras de Dios. También oraba menos. Más adelante, me pusieron inyecciones durante varios días y mi enfermedad se fue curando de a poco. Sin embargo, aún estaba tan débil que no podía ni levantar la escoba. Sentía una tristeza punzante en el corazón y pensaba: “Me esforcé tanto por criar a mis hijos, pero, justo ahora que me he puesto mayor, se han ido todos. Si en el futuro me pongo gravemente enferma, ¿estarán ahí para cuidar de mí?”. Un día, mi hijo me hizo una videollamada y me dijo con preocupación: “Mamá, si no te sientes bien, descansa. Si no puedes hacer algo, no lo hagas”. Yo me quejé y le dije: “Si no lo hago yo, ¿quién me va a ayudar a hacerlo? ¡No puedo contar contigo!”. Cuando mi hijo me oyó decir eso, agachó la cabeza, pareció muy disgustado y no dijo ni una palabra. Después, mi hijo empezó a hacerme videollamadas todos los días para preguntarme cómo estaba de mi enfermedad. A veces llamaba dos o tres veces al día y siempre me decía que fuera al hospital si me enfermaba y que no me lo aguantara, sin más. Aunque yo decía que sí, en mi interior pensaba: “No estás aquí, así que no puedo contar contigo si pasa algo. ¿De qué sirven unas pocas palabras reconfortantes?”. Luego, mejoré de mi enfermedad y ya no me agotaba tanto cuando hacía algunas tareas. No me tomé en serio las cosas que había revelado. A finales de 2023, me volví a contagiar de COVID-19. Esta vez fue aún peor que las anteriores. Estaba en cama y me sentía tan mal que no sé ni cómo describirlo. Durante esos días, no tenía ánimo para orar ni para leer las palabras de Dios y no podía cumplir mi deber. Me sentía muy desolada. Pensaba: “Aunque tengo un hijo y una hija, mi hija se pasa la mayor parte de su tiempo fuera de casa cumpliendo sus deberes. Mi hijo se ha ido a trabajar a otra zona y tampoco puedo contar con él. Estoy en cama, enferma, y ni siquiera tengo a alguien que me pregunte cómo estoy. ¡No sirvió de nada criar a mis hijos!”. Cuando mis hermanos y hermanas menores se enteraron de que me había contagiado de COVID-19, me llamaron y me dijeron que fuera al médico de inmediato. Dijeron que conocían casos de personas que habían muerto de COVID-19 porque tenían comorbilidades. Mi hijo también me dijo que, en su empresa, había una persona con hipertensión que había muerto de COVID-19. Pensé en las tres veces que me había enfermado de COVID-19, cada una más grave que la anterior. Esta vez, estaba en la cama, sin poder moverme ni tragar la comida. Pensé: “¿Seré capaz de superarlo? Si me empieza a costar respirar, no hay esperanza alguna de que mis hijos me lleven al hospital. Me temo que ni siquiera podré verlos por última vez. Todo el mundo habla de criar a los hijos para que cuiden de uno en la vejez, pero, por muy buenos que sean tus hijos, si no están a tu lado en los momentos críticos, ¡no sirve de nada!”. Cuanto más lo pensaba, más triste me ponía, y me sentí tan agraviada que rompí a llorar. En ese momento, me acordé de la carta que mi hija me había enviado hacía unos días, en la que decía que la habían destituido por cumplir su deber de manera superficial. Empecé a esperar con ansias que volviera. Quería escribirle una carta para contarle sobre mi enfermedad y pensaba que, si mi hija se enteraba, quizá regresaría para cuidar de mí. Sin embargo, entendí que eso frenaría el avance de mi hija, así que no lo hice. Sin embargo, aún mantenía la esperanza de que mi hija regresara a mi lado. Oré en mi corazón, le conté a Dios sobre mi estado y le pedí que me guiara.
Más adelante, busqué las palabras de Dios que estaban relacionadas con mi estado. Dios dice: “En cuanto al asunto de que los padres esperen que sus hijos manifiesten respeto por los lazos filiales que los unen, por una parte, deben saber que todo está instrumentado por Dios y depende de Su ordenación. Por otra, la gente debe poseer razón. Dar a luz y criar a los hijos es, en sí mismo, experimentar algo especial en la vida de los padres. Ya te has beneficiado en gran medida de tus hijos y has experimentado las penas y las alegrías de ser padre. Para tu vida, este proceso es rico en experiencias y, desde luego, es además memorable. Compensa los defectos y la ignorancia que existen en tu humanidad. Ya has obtenido lo que te correspondía ganar por criar a tus hijos. Si no estás contento con eso, exiges que te sirvan como asistentes o esclavos y que te retribuyan por la amabilidad de haberlos criado demostrándote devoción filial durante toda su vida, y que también te cuiden en la vejez y te despidan con un entierro, te metan en un ataúd tras tu muerte, que derramen lágrimas amargas por ti, estén de luto y te lloren durante tres años, etcétera; hacer que tus hijos salden su deuda de estas maneras resulta irracional y carente de humanidad. En cuanto al trato de los propios padres, Dios solo requiere que las personas sean buenas con ellos, y no exige que los mantengan hasta el último día de su vida. Dios no le encomienda a nadie esa responsabilidad y obligación, nunca ha dicho nada semejante. Dios solo les advierte a los hijos que sean buenos con sus padres. Mostrar piedad filial a los padres es una declaración general de amplio alcance. En concreto, ahora significa cumplir con tus responsabilidades en la medida de tus capacidades y condiciones, con eso basta. Es así de simple, es lo único que les pide. Por tanto, ¿cómo deben entender esto los padres? Dios no exige que los hijos sean buenos con sus padres, los cuiden en la vejez y los despidan. Como padre, deberías desprenderte de tu egoísmo y no exigir que tus hijos giren en torno a ti solo porque les diste la vida y los criaste. Si tus hijos no giran alrededor de ti y no te consideran el centro de su vida, los regañas constantemente, les minas la conciencia y dices: ‘No eres buen hijo, eres un desagradecido desconsiderado y eres desobediente, e incluso después de haberte criado durante tanto tiempo, sigo sin poder confiar en ti’. No es correcto regañar a tus hijos así e imponerles cargas constantemente. Exigirles que sean buenos hijos y te acompañen, que te cuiden en la vejez y te entierren, y que piensen constantemente en ti, vayan donde vayan, es un modo de proceder inherentemente erróneo y un pensamiento carente de humanidad. Este tipo de pensamiento puede existir en mayor o menor medida en distintos países o entre diferentes etnias, pero si analizamos la cultura china tradicional, encontramos que los chinos hacen particular hincapié en la devoción filial. Desde tiempos pasados hasta el presente, ha sido motivo de discusión y se la ha considerado parte de la humanidad de las personas y como estándar que permite medir si alguien es bueno o malo. Por supuesto, en la sociedad existe, además, una práctica común y una opinión generalizada que indica que, si los hijos no son buenos con los padres, serán despreciados y condenados, sus padres se sentirán avergonzados y los hijos serán incapaces de soportar esta marca en su reputación. Debido a la influencia de varios factores, los padres han sido profundamente influenciados por este pensamiento tradicional y les exigen que sean buenos hijos, sin pensarlo ni discernirlo” (La Palabra, Vol. VI. Sobre la búsqueda de la verdad. Cómo perseguir la verdad (19)). Después de leer las palabras de Dios, entendí que criar a los hijos es una responsabilidad y obligación que Dios ha dado a la humanidad para su reproducción y supervivencia. No es para que los hijos cuiden de uno en la vejez. Ya que los padres decidieron tener hijos, deben ocuparse de alimentarlos, vestirlos, cobijarlos, llevarlos de aquí para allá y criarlos. Esas son sus responsabilidades como padres. Hasta los animales pueden cumplir con la responsabilidad de criar a sus crías, y las cuidan y alimentan con esmero. Cuando crecen, estas abandonan a sus padres. Los animales no necesitan que sus crías les devuelvan nada. Sin embargo, a mí me había influenciado la cultura tradicional, que tergiversa la intención original de Dios de hacer que las personas críen hijos y, en su lugar, dice que criarlos es una manera de prepararse para la vejez. Yo había criado a mis hijos y creía que, como había cuidado de ellos cuando eran pequeños, ellos debían cuidar de mí cuando yo fuera mayor; daba por sentado que esto era algo de lo que iba a poder disfrutar. Cuando a mi hijo le ofrecieron un trabajo en otra zona, tuve miedo de que, una vez que se fuera, no podría contar con él si yo me enfermaba, así que no quería dejarlo marchar. Quería que mi hijo se quedara conmigo y estuviera disponible siempre que lo necesitara. También me quejaba con él por teléfono, lo que sumaba a su carga y su dolor. Mi hija cree en Dios y transita por la senda correcta en la vida. Cumple el deber de un ser creado y propaga el evangelio de Dios. Lo que hace es lo más significativo y valioso que hay, la tristeza me perseguía porque mi hija no podía cuidar de mí y siempre sentía que me debía algo y que no podía haberla criado en vano. Esperaba que tuviera la oportunidad de retribuir que la hubiera criado. Cuando volví a contagiarme de COVID-19, esperé con ansias el regreso de mi hija y hasta quise escribirle una carta para pedirle que volviera a cuidar de mí. Los animales crían a sus crías sin pedirles nada a cambio y les dan libertad. Sin embargo, yo quería tener a mis hijos a mi lado y bajo mi control para que estuvieran disponibles cada vez que los llamara. ¡Realmente no tenía razón alguna! Vivía según la noción tradicional de criar a los hijos para que cuiden de uno en la vejez. Esto no solo hacía que mi relación con Dios se volviera más distante y que viviera sumida en el dolor, sino que también imponía limitaciones y hacía sufrir a mis hijos. Dios solo pide que los hijos sean buenos hijos con sus padres en la medida de sus capacidades; basta con que cumplan con sus responsabilidades como hijos, y Dios no les exige que cuiden de sus padres hasta el fin de sus días. De hecho, mis hijos han cumplido con sus responsabilidades en la medida de sus capacidades. Ahora no pueden cuidar de mí porque las circunstancias no lo permiten, pero yo aún insistía en que mis hijos me cuidaran. ¿Acaso no estaba creando problemas sin motivo? Vi que las palabras demoníacas de Satanás: “Cría a tus hijos para que te cuiden en la vejez”, me habían vuelto incapaz de entrar en razón. Gracias a la guía de las palabras de Dios, finalmente entendí que la idea de criar hijos para que cuiden de uno en la vejez es algo negativo y perjudicial para las personas. Cuando lo entendí, oré a Dios y estuve dispuesta a buscar la verdad para corregir mis opiniones erróneas.
Más adelante, leí más de las palabras de Dios: “Sin importar dónde vivan o trabajen los hijos, nunca es fácil y siempre existen muchas dificultades y presiones; todos tienen su propia vida, sus propios métodos de supervivencia y un porvenir que Dios ha preparado para ellos. Desde luego, cualquier persona que viva en esta sociedad enfrenta enormes presiones en diversos aspectos, incluida la cuestión de la supervivencia, las relaciones entre superiores y subordinados y asuntos que tienen que ver con los hijos. En especial, nadie tiene una vida sencilla en el entorno social caótico y acelerado de hoy en día, sobrado por todas partes de competencia y conflictos sangrientos; la vida de todos se hace bastante difícil. Si una persona no cree en Dios y no cumple con su deber, no le queda otra senda que tomar. La única de la que dispone es la de perseguir el mundo y adaptarse constantemente a él, mantenerse con vida y esforzarse en todo momento por su futuro y supervivencia a toda costa para sobrellevar cada día. De hecho, para ellos cualquier día es doloroso y una lucha. Por tanto, si los padres además continúan exigiendo que sus hijos hagan esto o aquello, para colmo de males, su cuerpo y su mente acabarán destrozados y martirizados. Los padres cuentan con sus propios círculos sociales, estilos de vida y entornos vitales, y los hijos tienen sus propios entornos y espacios vitales, así como contextos para vivir. Si los padres intervienen o les exigen demasiado, si les piden que hagan esto y aquello para así retribuir los esfuerzos que en su día hicieron por ellos, resulta bastante inhumano desde esta perspectiva. Al margen de cómo vivan o sobrevivan sus hijos o de las dificultades que afronten en la sociedad, los padres no tienen ninguna responsabilidad ni obligación de hacer nada por ellos. Sin embargo, también deben abstenerse de agregar problemas o cargas a la vida de sus hijos. Eso es lo que deberían no hacer. No les deberían pedir demasiado a sus hijos y no deberían ser demasiado quisquillosos con ellos ni culparlos en exceso. Los deberían tratar de manera justa e igualitaria y tener en cuenta su situación con empatía. Por supuesto, los padres también deberían ocuparse de sus propias vidas. De este modo, los hijos respetarán a los padres y estos serán dignos de su estima” (La Palabra, Vol. VI. Sobre la búsqueda de la verdad. Cómo perseguir la verdad (19)). Leer las palabras de Dios me conmovió profundamente. Dios nos exige que, como padres, tengamos en cuenta las dificultades de nuestros hijos en nuestros actos y palabras, y que tengamos consideración con sus retos. No podemos pensar solo en nuestros propios intereses, sino que también debemos pensar más en nuestros hijos y relacionarnos con ellos en igualdad de condiciones. Me sentí especialmente avergonzada al comparar esto con todo lo que había hecho y pensado. Al reflexionar sobre mí misma, ¡me di cuenta de que ni siquiera tenía una humanidad normal! Mis hijos se habían comportado perfectamente desde el principio, pero, aun así, les exigía que se quedaran a mi lado y estuvieran a mi entera disposición en cuanto los necesitara. Solo pensaba en mí misma y no tenía ninguna consideración con sus dificultades. Pensaba en cómo mi hijo se pasaba todo el día muy ocupado tratando de salir adelante, tenía los nervios destrozados, estaba agotado física y mentalmente, y ya estaba bajo mucha presión. De igual manera, mi hija estaba muy ocupada cumpliendo su deber todos los días. Como madre, no tenía consideración con las dificultades de mis hijos y solo pensaba en cómo lograr que me complacieran en todo, lo que le añadía más peso a sus cargas y a su dolor. Además, cuando me enteré de que habían destituido a mi hija de su deber, no pensé en cómo ayudarla y guiarla para que aprendiera lecciones de ese fracaso. En su lugar, tenía la esperanza de que volviera para cuidar de mí y hasta quería contarle sobre mi enfermedad para perturbarla y serle un lastre. Gracias a la protección de Dios, no escribí la carta. Si realmente hubiera hecho lo que tenía en mente, ¿no habría estado haciendo el mal? ¡Era demasiado egoísta, vil y me faltaba humanidad! Había creído en Dios durante muchos años, pero no perseguía la verdad y les exigía cosas a mis hijos basándome en mis opiniones satánicas. Todo lo que hacía perjudicaba a los demás para beneficiarme a mí misma y lo único que había traído al espíritu de mis hijos era presión y ataduras. Asimismo, también me había causado sufrimiento a mí misma. Cuando lo entendí, sentí un remordimiento y una culpa profundos. Me odié a mí misma por no perseguir la verdad y por hacer cosas que Dios aborrece. Oré a Dios: “Dios mío, independiente de cómo esté de salud en el futuro y de que mis hijos puedan acompañarme, ya no les pondré presión ni les pediré que me cuiden en mi vejez. Estoy dispuesta a someterme a Tus arreglos”.
Un día, mi esposo salió a trabajar y yo me quedé sola en casa. Me levanté de la cama y, en cuanto me giré, sentí como si se me hubiera parado de golpe el corazón y no podía respirar. Pensé: “Ya está. No hay nadie cerca. ¿De qué sirve haber criado a mis hijos si me muero y ni siquiera se enteran?”. Me sentí bastante desalentada. Justo entonces, mi esposo regresó y me dio de inmediato unas pastillas de acción rápida para el corazón y me las puso en la boca. Aproximadamente unos diez segundos más tarde, ya pude volver a respirar. Mientras estaba tumbada en la cama recordando ese momento, aún deseaba que mis hijos estuvieran conmigo todo el tiempo y sentía que sería una tragedia terrible morir por una enfermedad, sin tener a mis hijos a mi lado. Me di cuenta de que aún me influía la idea de criar a mis hijos para que me cuiden en la vejez y tenía que buscar una senda para resolver este asunto. Más adelante, leí las palabras de Dios: “Los padres no deberían exigirles a sus hijos ser buenos hijos, que los cuiden durante la vejez y lleven la carga de sus últimos años; no hay necesidad. Por una parte, es una actitud que deberían mostrar hacia sus hijos y, por otra, tiene que ver con la dignidad que deberían poseer. Por supuesto, hay un aspecto más importante, el principio al que los seres creados que son padres deben atenerse al tratar a sus hijos. Si son buenos hijos y están dispuestos a cuidarte, no hace falta que los rechaces; si no están dispuestos a hacerlo, no es necesario que te quejes y lloriquees todo el día, ni que te sientas internamente molesto o insatisfecho ni que les guardes rencor. Deberías responsabilizarte y llevar la carga de tu propia vida y tu supervivencia en la medida que te sea posible y no deberías delegársela a nadie, menos a tus hijos. Deberías afrontar de manera proactiva y correcta una vida sin la compañía ni la ayuda de tus hijos a tu lado y, aunque vivas alejado de ellos, de todos modos deberías ser capaz de afrontar por tu cuenta cualquier cosa que te surja en la vida. Naturalmente, si necesitas ayuda de tus hijos para algo esencial, puedes pedírsela, pero no debería basarse en la idea y el punto de vista equivocados de que han de ser buenos hijos con sus padres ni que cuentas con ellos para que te cuiden en la vejez. En su lugar, ambos deberían enfocarse en hacer cosas por los padres y por los hijos desde la perspectiva del cumplimiento de sus responsabilidades. De este modo, la relación entre padres e hijos podrá manejarse de forma racional” (La Palabra, Vol. VI. Sobre la búsqueda de la verdad. Cómo perseguir la verdad (19)). “Si persigues la verdad, lo primero, como padre o madre, es desprenderte de los pensamientos y puntos de vista tradicionales, podridos y degenerados en torno a si tus hijos te manifiestan amor filial, si te cuidan en la vejez y te despiden con un entierro, y abordar este asunto adecuadamente. Si tus hijos respetan los lazos filiales que poseen contigo, acéptalo de la manera adecuada. Pero si no poseen las condiciones o la energía de ser buenos contigo, o si no planean serlo, y cuando envejeces no pueden quedarse a tu lado para cuidarte o despedirte, no hace falta que se lo exijas ni que te sientas triste. Todo está en manos de Dios. El nacimiento tiene su momento, la muerte su lugar, y Dios ha ordenado dónde nace y muere la gente. Aunque tus hijos te hagan promesas, y digan: ‘Cuando estés cerca de la muerte, no cabe duda de que estaré a tu lado; sin duda no te decepcionaré’. Dios quizá no haya dispuesto estas circunstancias. Cuando estés a punto de morir, puede que tus hijos no estén a tu lado y, por mucho que se den prisa en volver, puede que no lleguen a tiempo y no alcancen a verte una última vez. Es posible que vuelvan varios días después de que abandones este mundo. ¿Valen de algo sus promesas? Ni siquiera son capaces de controlar su propia vida, pero, simplemente, no te lo crees. Insistes en hacérselos prometer. ¿Tienen valor sus promesas? Te satisfaces a ti mismo con ilusiones y crees que tus hijos pueden atenerse a sus promesas. ¿Pueden hacerlo de verdad? No necesariamente. Dónde van a estar a diario, qué van a hacer cada día y qué les depara el futuro, es algo que ni siquiera ellos mismos saben. Hacen promesas a la ligera, con el propósito de consolarte, pero tú te las creíste. Sigues sin ver con claridad que el porvenir de una persona está en manos de Dios” (La Palabra, Vol. VI. Sobre la búsqueda de la verdad. Cómo perseguir la verdad (19)). Después de leer las palabras de Dios, entendí que, cuando los padres exigen que sus hijos sean buenos hijos con ellos, los cuiden en la vejez y los acompañen hasta el fin de sus días, esta es una opinión equivocada y una exigencia irracional. Si tus hijos tienen las condiciones para cuidar de ti, puedes aceptar que te cuiden, pero no deberías quejarte si sus condiciones no se lo permiten. Deberías ser responsable de tu propia vida y no esperar que tus hijos lo hagan todo por ti. Esta es la racionalidad que deberían tener los padres. Ahora, mis hijos no están conmigo, así que debo hacerme responsable de mi vida según mis capacidades. Si hay tareas que no puedo hacer, no las haré; si necesito ayuda de mis hijos, esperaré a que regresen. Si no tienen tiempo para ayudarme, no me quejaré; en cambio, confiaré en Dios para resolver el problema. Además, necesito someterme a la orquestación y los arreglos de Dios. Que mis hijos puedan apoyarme en la vejez, que puedan acompañarme para cuidar de mí cuando esté enferma y que estén a mi lado cuando muera no son cosas que yo pueda controlar. Tampoco son cosas que mis hijos puedan decidir. Todas estas cosas están en manos de Dios y Él las predestina. Someterme a la soberanía y los arreglos de Dios es la razón que debería tener. Más adelante, hice los ajustes pertinentes en función de mi estado de salud. No hacía trabajos que era incapaz de hacer, tomaba la medicación, descansaba si no me sentía bien y ya no me angustiaba por el tema de que mis hijos cuidaran de mí en la vejez.
Un día de enero de 2024, recibí una carta de mi hija, en la que decía que tenía que irse a un lugar aún más lejos de casa para cumplir sus deberes. Cuando vi que mi hija podía aportar su granito de arena para difundir el evangelio del reino, me alegré por ella. Sin embargo, tras esa alegría había cierta tristeza. Pensé: “Mi hija se está alejando cada vez más de mí y no sé cuándo podrá volver, ya que está muy ocupada con sus deberes. Puedo recaer en mis enfermedades en cualquier momento y nunca sé cuándo me va a dar un episodio. Ya no puedo seguir contando con mi hija”. En ese momento, me di cuenta de que volvían a aflorar en mí las nociones tradicionales que llevaba dentro. Recordé las palabras de Dios: “¿Por qué los padres crían a los hijos? No es para que te cuiden en la vejez y te despidan, sino a fin de cumplir con una responsabilidad y una obligación que Dios te ha encomendado. Por una parte, criar a los hijos es un instinto humano, mientras que, por otra, es una responsabilidad humana. Engendraste hijos motivado por el instinto y la responsabilidad, no en aras de prepararte para la vejez y de que te cuiden cuando seas mayor. ¿Acaso no es correcto este punto de vista? (Sí)” (La Palabra, Vol. VI. Sobre la búsqueda de la verdad. Cómo perseguir la verdad (19)). Criar a los hijos es un instinto de los padres, así como su responsabilidad y obligación; no es algo que se deba hacer para prepararse para la vejez y que los hijos cuiden de uno cuando sea mayor. Mi hija ha elegido la causa más recta y está en el senda correcta en la vida. Además, la vida de mi hija y la mía vienen de parte de Dios, y ambas somos personas independientes ante el Creador. Todos tenemos la responsabilidad de cumplir los deberes de un ser creado y retribuir el amor de Dios. Como creyente en Dios, debo apoyar y animar a mi hija a cumplir su deber y no hacerle ninguna exigencia desmesurada. Por lo tanto, le escribí una carta a mi hija, en la que la animaba a cumplir su deber con diligencia.
Más adelante, cuando mi hijo y mi hija no estaban en casa, mi marido iba a trabajar y yo me quedaba sola en casa, a veces me sentía bastante sola. Un día, leí un pasaje de las palabras de Dios y me sentí muy reconfortada. Dios Todopoderoso dice: “Entonces, cuando te sientes solo, ¿por qué no piensas en Dios? ¿Es que Dios no es un compañero para el hombre? (Sí, lo es). Cuando no sientes más que sufrimiento y tristeza, ¿quién puede realmente reconfortarte? ¿Quién puede realmente resolver tus dificultades? (Dios puede). Solo Dios puede realmente resolver las dificultades de las personas. Si estás enfermo, y tus hijos están a tu lado, sirviéndote bebidas y atendiéndote, te sentirás bastante feliz, pero con el tiempo tus hijos se cansarán y nadie estará dispuesto a atenderte. ¡En momentos como ese, te sentirás realmente solo! Por tanto, cuando crees que no tienes ningún compañero, ¿es eso realmente cierto? ¡En realidad no lo es, porque Dios siempre te acompaña! Dios no abandona a las personas; Él es alguien en quien pueden confiar y encontrar cobijo en todo momento, y su único confidente. Así pues, independientemente de las dificultades y del sufrimiento que encuentres, independientemente de los agravios, o de los asuntos de negatividad y debilidad a los que te enfrentes, si compareces ante Dios y oras de inmediato, Sus palabras te confortarán y resolverán tus dificultades y todos los problemas de diversa índole que tengas. En un entorno como este, tu soledad se convertirá en la condición básica para experimentar las palabras de Dios y ganar la verdad. A medida que experimentes, poco a poco llegarás a pensar: ‘Mi vida sigue siendo buena después de dejar a mis padres, gratificante después de dejar a mi esposo, y tranquila y jubilosa después de dejar a mis hijos. Ya no estoy vacía. Ya no confiaré más en las personas y, en su lugar, confiaré en Dios. Él me proveerá y me ayudará en todo momento. Aunque no pueda tocarlo ni verlo, sé que Él está a mi lado en todo momento, en todos los lugares. Mientras le ore, mientras lo llame, Él me conmoverá y hará que entienda Sus intenciones y vea la senda adecuada’. En ese momento, Él se convertirá verdaderamente en tu Dios, y todos tus problemas se resolverán” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. Tercera parte). Al meditar en las palabras de Dios, mi corazón se iluminó y entendí que las personas viven toda su vida bajo el cuidado y la protección de Dios. Dios es el único en quien el hombre puede confiar. Haciendo memoria de esos años, en las numerosas ocasiones en las que había enfrentado peligros y dificultades, Dios siempre había dispuesto a personas, acontecimientos y cosas para ayudarme a salir de apuros y para que me sintiera segura. Recuerdo que, un día, estaba cortando verduras en casa. Vi que fuera empezaba a chispear, así que salí a la calle y, justo en ese momento, el techo de mi casa se derrumbó, lo que dejó un agujero enorme. Un enorme trozo de tierra de unos cien kilos cayó justo donde yo había estado cortando verduras y aplastó todos los cuencos con las verduras. Si no hubiera sido por la protección de Dios, habría muerto aplastada. En otra ocasión, estaba tan enferma que no podía ni levantarme, pero ni mi marido ni mis hijos lo sabían. Fue una vecina que vino de visita la que me descubrió y llamó de inmediato al médico. El médico dijo que, si no me hubieran atendido a tiempo, habría sufrido un derrame cerebral. A lo largo de estos años, he sufrido enormemente por los tormentos de la enfermedad, y han sido el cuidado y la protección de Dios los que me han permitido sobrevivir hasta hoy. Dios es mi verdadero apoyo. Mis hijos no pueden controlar su propio porvenir, así que ¿cómo voy a contar con ellos? Aunque mis hijos se queden a mi lado, no pueden salvarme cuando esté en peligro ni paliar mi dolor. Cuando llegue el final de mi vida, aunque estén a mi lado, no podrán hacer nada al respecto. Todo lo que tiene que ver conmigo está en manos de Dios. Solo Dios es la fuente de mi vida y mi apoyo durante toda mi vida. Aunque mis hijos no estén conmigo, no estoy sola: cuando me encuentro en dificultades y sufro, puedo orar a Dios y contarle lo que hay en mi corazón. Una vez que lo entendí, tuve una senda de práctica.
Más adelante, seguía teniendo recaídas frecuentes en mi enfermedad, oraba a Dios en mi corazón y le encomendaba mi sufrimiento y mis problemas. A veces, cuando tenía un episodio de mi enfermedad y no podía moverme, simplemente me quedaba en la cama, descansaba un rato y me recuperaba de a poco. Siempre llevo conmigo medicación de primeros auxilios y la tomo cuando no me siento bien. En cuanto a las tareas del hogar, cuando no estoy enferma, me tomo mi tiempo para hacer las cosas que puedo hacer. No me obligo a hacer lo que no soy capaz de hacer y mi marido se encarga de hacerlo cuando vuelve. Cuando mis hijos vienen de visita, también hacen algunas cosas. Ahora no me importa si mis hijos están conmigo o no, y no pienso en contar con ellos ni me quejo de que me vayan a cuidar o no en la vejez. Mi corazón se siente especialmente libre y liberado. Fueron las palabras de Dios las que me guiaron para escapar del daño ocasionado por la idea tradicional de la cultura de criar a los hijos para que cuiden de uno en la vejez, y me ayudaron a encontrar el principio correcto de práctica para tratar con mis hijos, lo que me liberó del dolor. ¡Gracias a Dios!