99. ¿Se puede ser feliz buscando tener un matrimonio perfecto?
Cuando iba al colegio, me encantaba escuchar canciones y leer poesía antigua. La mayoría de estas obras trataban sobre el amor. Estaba condicionada por perspectivas sobre el amor, como “el amor es supremo” y “tomarse de la mano y envejecer juntos”. Me atraía la idea de tener un matrimonio con una larga historia romántica y ansiaba encontrar a alguien que cuidara de mí y envejeciera conmigo. Después de empezar a trabajar, conocí a mi marido. Tras casarnos, él era muy atento y cuidaba de mí. A veces, aunque solo tuviera una dolencia menor, como un dolor de cabeza o una fiebre, insistía en llevarme al hospital. Cuando caminábamos por la calle, siempre me hacía caminar a su derecha porque temía que me atropellara un coche. Siempre que surgía algún pequeño roce en nuestra vida, él cedía y me toleraba. Además, era extremadamente romántico. Me traía regalos cada vez que volvía de un viaje de trabajo y en cada festividad, por insignificante que fuera. Cuando veía el cariño con el que me trataba mi marido, sentía que era la mujer más afortunada del mundo. Le encomendé toda mi felicidad en esta vida.
En julio de 2013, empecé a creer en Dios. A través de las palabras de Dios, descubrí que Dios Todopoderoso es Aquél que creó el cielo, la tierra y todas las cosas, y que es soberano sobre ellas. Él es el Salvador de la humanidad. Yo soy un ser creado y debo creer en Dios de manera adecuada, seguirlo y cumplir bien con mi deber. Por aquel entonces, leía las palabras de Dios y predicaba el evangelio de forma activa siempre que tenía tiempo libre. Mi marido no se oponía a mi fe en Dios. En junio de 2014, oyó los rumores infundados del PCCh que desacreditaban a la Iglesia de Dios Todopoderoso. Como temía quedar mal debido a mi fe en Dios Todopoderoso, empezó a obstaculizar mi fe en Dios. Le dije la verdad y le pedí que no creyera en esos rumores infundados. Como vio que no le obedecía, a partir de entonces, empezamos a discutir sin cesar.
En junio de 2018, mi marido llegó borracho a casa alrededor de las diez de la noche. Abrió la puerta del dormitorio de una patada, me agarró del pelo, me tiró de la cama al suelo y empezó a golpearme en la cabeza. Me atizaba con mucha fuerza y cada golpe me hacía retumbar los oídos. Después, empezó a darme bofetadas y, cuando terminó, fue a la cocina a buscar un cuchillo. Mientras profería insultos, dijo: “Si vuelves a creer en Dios, te mataré y luego me suicidaré”. Mientras hablaba, presionó el lomo del cuchillo contra mi cuello. Yo clamaba a Dios en mi corazón sin cesar. No me atrevía a resistirme físicamente. Tras lo que pareció una eternidad, puso el cuchillo a un lado. El corazón se me hizo añicos al ver cómo mi marido, que antes era cariñoso y amoroso, se había vuelto tan violento. Al día siguiente, se disculpó y me dijo que se había equivocado. Me pidió que lo perdonara. Pensé: “Hemos estado casados durante muchos años y siempre me ha tratado bien. Esta vez, seguro que fue por estar borracho y actuar de forma impulsiva”. Así que lo perdoné. Sin embargo, a partir de entonces, empecé a sentirme limitada cuando iba a las reuniones o cumplía mi deber. Cada vez que volvía de una reunión y veía que mi marido no estaba en casa, suspiraba aliviada. Si él estaba en casa y tenía el ceño fruncido, me acercaba activamente a hablarle o a preguntarle qué quería comer, y me apresuraba a ir a la cocina a preparárselo. Era aún más atenta con él que antes.
En junio de 2019, me eligieron líder de la iglesia. Cuando me dieron la noticia, me alegré mucho y pensé que, como líder, tendría muchas oportunidades de formarme y adquirir muchas verdades. Sin embargo, también estaba llena de malentendidos: “Antes, mi marido siempre me miraba mal o se quejaba cuando iba a reuniones. Si me convierto en líder, tendré más trabajo que hacer y tendré que ir a reuniones a menudo. ¿Intentará obstaculizarme aún más? Si eso pasa, ya nunca tendremos una vida armoniosa y feliz”. Por un lado, tenía mi deber; por el otro, mi matrimonio. Tenía el corazón dividido. Oré a Dios para que me guiara y pensé en Sus palabras: “Si desempeñas un papel importante en la difusión del evangelio y abandonas tu puesto sin el permiso de Dios, no existe mayor transgresión. ¿Acaso no cuenta como un acto de traición contra Dios?” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. Predicar el evangelio es el deber que todos los creyentes están obligados a cumplir). Si rechazaba mi deber para mantener mi matrimonio, eso sería una transgresión grave. Soy un ser creado y cumplir mi deber es mi responsabilidad y mi obligación. No puedo dejar de cumplir mi deber solo para tener una vida tranquila. Por lo tanto, acepté el deber de líder. Justo en ese momento, mi marido tenía licencia en el trabajo. Me veía salir temprano y volver tarde todos los días, y discutía conmigo día por medio. Muchas veces se interponía en la puerta y no me dejaba ir a las reuniones. Hasta decía que no cuidaba de la familia ni de él, y que se divorciaría de mí si seguía creyendo en Dios. Aunque en mi boca se formaban las palabras: “¡Pues divórciate entonces!”, mi corazón se sentía débil. Tenía miedo de que realmente se divorciara de mí. ¿Qué sería de mi vida después? Solo pensar en el divorcio me hacía sentir que luego ya nunca más sería feliz. El corazón me dolía como si me lo estuvieran apuñalando. Ya no quería salir de casa cada día a cumplir mi deber. Sin embargo, era líder de la iglesia y debía hacerme cargo del trabajo de la iglesia. Si desechaba mi deber, realmente no tendría conciencia. Tenía que armarme de valor y no aflojar. En las reuniones, solo participaba por inercia, preguntaba por el estado de todos y me enteraba un poco del trabajo. Daba pláticas sencillas, pero no buscaba obtener resultados. A veces, el trabajo no se había terminado de implementar, pero, en cuanto veía que era hora de terminar la reunión, me iba de prisa a casa. Esto hacía que los estados de los hermanos y hermanas no se resolvieran a tiempo y que algunos trabajos no se pudieran implementar de manera oportuna.
Una vez, mi hermana mayor me siguió a casa de una hermana para que dejara de creer en Dios. Para proteger la seguridad de esa hermana, los líderes superiores me pidieron que me quedara en casa un tiempo, que no contactara con mis hermanos y hermanas, y que cumpliera mi deber en la medida de mis posibilidades y acorde a mis circunstancias. Los primeros días en casa, me sentí perdida y triste por no poder cumplir mis deberes. Sin embargo, al ver que mi marido cocinaba para mí cada día y se esforzaba para darme ánimos, pronto volví a recaer en ese matrimonio feliz que tanto había buscado. Sabía que acaban de elegir a la hermana con la que yo trabajaba y que ella no estaba familiarizada con el trabajo de la iglesia. Había muchos asuntos urgentes que requerían que las dos colaboráramos para implementarlos y darles seguimiento. Además, mi marido no estaba vigilando cada cosa que hacía. Tenía oportunidades para ir a cumplir mi deber, pero temía que él se enfadara si se enteraba y que nuestra relación que acabábamos de recomponer se volviera a ver afectada. No quería destrozar esa situación feliz, así que no cumplí mi deber en la medida que podía hacerlo. Durante dos meses, no pregunté acerca del trabajo de la iglesia y puse la excusa de que debía “proteger el entorno”. Esto hizo que todos los aspectos del trabajo se vieran afectados en mayor o menor medida. Los líderes superiores vieron que estaba viviendo completamente por la carne y la familia y que no hacía el trabajo de la iglesia, por lo que me destituyeron debido a mi desempeño. En ese momento, lloré. Durante esos dos meses, había tenido oportunidades para cumplir mi deber, pero no me había empeñado en hacerlo. ¿Acaso no era una desertora? Sentía remordimiento y culpa en mi corazón. En una reunión, leí un pasaje de las palabras de Dios, que aún recuerdo como si fuera ayer. Dios Todopoderoso dice: “Si en estos momentos colocase dinero en frente de vosotros, y os diera la libertad de escoger, y si no os condenara por vuestra elección, la mayoría escogería el dinero y renunciaría a la verdad. Los mejores de entre vosotros renunciarían al dinero y de mala gana elegirían la verdad, mientras que aquellos que se encuentran en medio tomarían el dinero con una mano y la verdad con la otra. ¿No se haría evidente de esta manera vuestra verdadera esencia? Al elegir entre la verdad y cualquier cosa a la que sois leales, todos tomaríais esa decisión, y vuestra actitud seguiría siendo la misma. ¿No es así? ¿Acaso no hay muchos entre vosotros que han fluctuado entre lo correcto y lo incorrecto? En todas las luchas entre lo positivo y lo negativo, lo blanco y lo negro —entre la familia y Dios, los hijos y Dios, la armonía y la fractura, la riqueza y la pobreza, el estatus y lo ordinario, ser apoyados y ser rechazados y así sucesivamente— ¡seguro que no ignoráis las elecciones que habéis hecho! Entre una familia armoniosa y una fracturada, elegisteis la primera, y sin ninguna vacilación; entre la riqueza y el deber, de nuevo elegisteis la primera, aun careciendo de la voluntad de regresar a la orilla; entre el lujo y la pobreza, elegisteis lo primero; entre vuestros hijos e hijas, esposa, marido y Yo, elegisteis lo primero; y entre la noción y la verdad, seguís eligiendo la primera. Al enfrentarme a toda forma de acciones malvadas de vuestra parte, simplemente he perdido la fe en vosotros. Estoy absolutamente asombrado de que vuestro corazón sea tan incapaz de ablandarse” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. ¿A quién eres leal?). Las palabras de Dios me juzgaron y no pude sino romper a llorar. Yo era una de esas personas indecisas que Dios expone. Con una mano, me aferraba con fuerza a mi matrimonio y a mi familia, y no estaba dispuesta a desprenderme de ellos; con la otra, me aferraba a la salvación de Dios, sin querer que me abandonaran. Cuando era líder, en apariencia, iba cada día a cumplir mi deber. Pero no quería que mi fe en Dios enfadara a mi marido y afectara nuestra relación. Cuando iba a cumplir mi deber, solo lo hacía por inercia. No dedicaba ningún esfuerzo a compartir con mis hermanos y hermanas ni a resolver sus estados ni las dificultades y problemas que enfrentaban en su trabajo. Cuando estaba en casa para proteger el entorno, aprovechaba para dejar de lado mi deber, mientras disfrutaba de la supuesta vida feliz que había perseguido. Durante los dos meses que estuve aislada en casa, era plenamente consciente de que la hermana con la que trabajaba acababa de convertirse en líder y que no podía encargarse sola de todo ese trabajo. Mi marido no me vigilaba todos los días, así que podría haber colaborado con mi hermana para hacer algo de trabajo. Sin embargo, tenía miedo de dañar mi relación con mi marido y no me preocupé en absoluto por el trabajo de la iglesia. Con el corazón dividido entre mi deber y una familia armoniosa, elegí mantener a mi familia y me desprendí sin reparos de mis deberes. No tenía ninguna lealtad hacia Dios y, durante esos dos meses en los que mantuve a mi familia, ni siquiera sentí el más mínimo remordimiento o sentimiento de culpa. Había leído muchas de las palabras de Dios, pero, para mi gran sorpresa, me había comportado de esta manera cuando finalmente pasé por un entorno. ¡Había decepcionado de verdad a Dios y no tenía ni un ápice de conciencia o razón! Dios dijo: “Al enfrentarme a toda forma de acciones malvadas de vuestra parte, simplemente he perdido la fe en vosotros. Estoy absolutamente asombrado de que vuestro corazón sea tan incapaz de ablandarse”. Como líder en la iglesia, tenía una gran responsabilidad. Debería haber asumido la responsabilidad de los diversos aspectos del trabajo en la iglesia para asegurarme de que avanzaran con normalidad y debería haber ayudado a mis hermanos y hermanas a entender la verdad y a cumplir bien con sus deberes. Pero, en cambio, no me importaba si la entrada en la vida de mis hermanos y hermanas se veía afectada ni si se perjudicaba el trabajo de la iglesia. Solo pensé en mantener mi propio matrimonio y mi familia y abandoné mi deber a la ligera. ¡Realmente fui demasiado egoísta y vil! Fui una persona que no era digna de confianza. Era la única culpable de que me hubieran destituido. Me sentía muy arrepentida y me propuse en silencio que, si volvía a recibir la llamada del deber, no lo abandonaría para mantener mi matrimonio y mi familia. Más tarde, empecé a cumplir deberes de nuevo en la iglesia. Mi marido usó tanto el palo como la zanahoria para intentar persuadirme de que no lo hiciera. Cuando vio que no le hacía caso, empezó a mencionar el tema del divorcio todos los días para amenazarme. Oré a Dios y le rogué que me diera fe y fortaleza. De esta manera, persistí en ir siempre a las reuniones y en cumplir mi deber. De a poco, mi marido dejó de controlarme de forma tan estricta y solo me exigía que regresara a casa todos los días.
En julio de 2023, los líderes organizaron que me encargara de un deber. Como el trabajo implicaba bastantes asuntos, solo podría volver a casa una vez cada dos semanas, más o menos. Me sentí un poco limitada: “Si solo vuelvo a casa cada semana por medio, ¿no estaré traspasando el límite que me ha puesto mi marido? Si no estoy en casa a menudo y no paso tiempo a su lado ni cuido de él, es inevitable que nuestro matrimonio se vaya rompiendo de a poco”. Sin embargo, recordé mi experiencia previa cuando no había conseguido hacer mi deber. Esta vez, no quería quedarme con remordimientos, así que acepté este deber. Pasado un tiempo, empecé a preocuparme: “Si no vuelvo a casa todos los días, mi relación con mi marido se enfriará cada vez más. Si empieza a tener sentimientos por otra persona, entonces, nuestro matrimonio llegará a su fin. Si pierdo mi matrimonio, ¿podré tener aún una vida feliz en el futuro?”. En apariencia, estaba ocupada con el trabajo todos los días, pero mi corazón estaba siempre perturbado. En cuanto terminaba el trabajo, empezaba a contar los días que faltaban para volver a casa. Hasta pensé en pedir a los líderes que cambiaran mi deber por uno que me permitiera quedarme en casa. Así tendría tiempo para mantener mi matrimonio. Sin embargo, me di cuenta de que eso era elegir el deber que se me antojaba. No era razonable, así que no dije nada. Sin saber qué hacer, le conté mis pensamientos más íntimos a Dios y le rogué que me esclareciera y guiara.
Un día, durante mis prácticas devocionales, leí un pasaje de las palabras de Dios que me fue de gran ayuda. Dios dice: “Incluso hay algunos que, después de empezar a creer en Dios y de aceptar su deber y la comisión que les ha encomendado la casa de Dios, a fin de mantener la felicidad y satisfacción de su matrimonio, se quedan cortos en el desempeño de su deber. Se supone que en principio iban a ir a un lugar lejano a predicar el evangelio y que regresarían a casa una vez a la semana o muy de vez en cuando, o incluso que dejarían su hogar para realizar su deber a tiempo completo según sus diferentes calibres y condiciones. Sin embargo, temen que a su pareja le desagrade esa idea, que su matrimonio no sea feliz, o que lo pierdan por completo, así que, con el objetivo de mantener la felicidad conyugal, renuncian a una gran parte del tiempo que deberían invertir en el desempeño de su deber. En especial, cuando escuchan a su pareja quejarse o perciben que esta se disgusta o se lamenta de algo, se vuelven aún más cautos para conservar su matrimonio. Se empeñan todo lo posible por satisfacer a su pareja y trabajan duro para hacer que su matrimonio sea feliz, a fin de que no se desmorone. Por supuesto, aún más grave que esto es que algunas personas rechacen la llamada de la casa de Dios y se nieguen a llevar a cabo su deber para mantener su felicidad conyugal. Como les resulta insoportable la idea de separarse de su cónyuge, o debido a que sus suegros se oponen a su fe en Dios y son contrarios a que abandonen su trabajo y su hogar para cumplir con su deber, cuando llega la hora de hacerlo, hacen concesiones y renuncian a su deber, y eligen en su lugar conservar la felicidad conyugal y la integridad de su matrimonio. Con este fin, y para evitar que su matrimonio se desmorone y se termine, eligen solo cumplir con sus responsabilidades y obligaciones en la vida marital y abandonar la misión de un ser creado. No te das cuenta de que, con independencia de tu rol en la familia o en la sociedad —ya sea el de esposa, esposo, hijo, padre, empleado o cualquier otro— y tanto si tu papel en la vida matrimonial es importante como si no, solo tienes una identidad ante Dios y esa es la de un ser creado. No tienes una segunda identidad ante Dios. Por lo tanto, cuando la casa de Dios te llama, debes cumplir tu misión en ese momento. Es decir, como ser creado, no es que debas cumplir tu misión solo cuando se satisfaga la condición de mantener tu felicidad conyugal y la integridad de tu matrimonio, sino que más bien, siempre y cuando seas un ser creado, la misión que Dios te otorga y te encomienda ha de cumplirse incondicionalmente. Al margen de las circunstancias, siempre es tu deber priorizar la misión encomendada por Dios, mientras que la misión y las responsabilidades que se te confieren por medio del matrimonio son secundarias” (La Palabra, Vol. VI. Sobre la búsqueda de la verdad. Cómo perseguir la verdad (10)). Después de leer este pasaje de las palabras de Dios, sentí como si un rayo de luz me hubiera iluminado el corazón. De repente me sentí despejada y esclarecida. Tal como dice Dios, yo daba muchísima importancia a tener un matrimonio sólido y feliz. Solo quería cumplir mi deber siempre y cuando pudiera mantener un matrimonio feliz. En cuanto mi deber afectaba a mi matrimonio, ya no podía cumplirlo con el corazón tranquilo y hasta quería desprenderme de él para preservar mi matrimonio. No priorizaba los deberes de un ser creado. Recordé que, cuando iba al colegio, me habían influido profundamente ideas sobre el matrimonio, como “tomarse de la mano y envejecer juntos” y “desear ganarse el corazón de alguien y permanecer a su lado hasta que les salgan canas”. Siempre había querido encontrar a mi media naranja, alguien que me tratara con sinceridad, fuera considerado conmigo, cuidara de mí y me acompañara a lo largo de la vida. Por eso, trataba mi matrimonio como lo más importante y siempre me esforzaba por mantenerlo. Después de que empecé a creer en Dios, mi marido se creyó rumores infundados e intentó impedir que lo hiciera. Yo temía que empezaran a aparecer grietas en nuestro matrimonio, así que buscaba formas de congraciarme con él. Cuando cumplía los deberes de una líder, lo hacía de forma superficial y por inercia. Cada día, entraba y salía puntualmente, como si fuera al trabajo. Algunas tareas no se implementaban del todo, pero, cuando pensaba que mi marido ya habría terminado de trabajar y habría regresado a casa, terminaba de prisa la reunión y me iba a casa. De camino a casa, hasta pensaba en cómo congraciarme con mi marido y mantener mi relación con él. Durante los dos meses que estuve en casa protegiendo el entorno, podría haber cumplido algunos deberes. Sin embargo, para mantener mi relación con mi marido, ignoré por completo el trabajo de la iglesia. Esto no solo retrasó la entrada en la vida de mis hermanos y hermanas, sino que también perjudicó el trabajo de la iglesia. Además, cuando esta vez fui a cumplir mi deber, solo lo acepté en apariencia, pero no lo hacía con todo el corazón. En cuanto tenía un momento libre, empezaba a calcular cuándo volvería a casa. Hasta pensé en cambiar mi deber por uno que me permitiera volver a casa todos los días. Daba demasiada importancia a tener un matrimonio sólido y feliz; era como si perder mi matrimonio fuera un acontecimiento tan grave como si se me viniera el mundo abajo. Soy un ser creado. Fue Dios el que me dio la vida y me concedió todo. Mi misión es cumplir bien con el deber de un ser creado. Pero, para mantener un matrimonio feliz, siempre cumplía mi deber de forma superficial. ¡Me sentía tan avergonzada ante Dios! ¡No tenía ni un ápice de la conciencia y la razón de un ser creado! Cuando entendí esto, sentí remordimiento y malestar en el corazón. Me propuse en silencio que, en el futuro, estaría dispuesta a practicar la verdad, a retribuir el amor de Dios y a dedicar todo mi tiempo y mis pensamientos a mi deber.
Un día de septiembre de 2023, volví a casa. Mi marido regresó por la noche, tras haber estado bebiendo, y me preguntó de forma agresiva: “No estás en casa habitualmente. ¿Dónde te estás quedando? ¿Qué estás haciendo?”. También me dijo que dejara de creer en Dios. Yo discrepé de él, así que empezó a golpearme. Estaba tan enfadada que me fui de casa. Un día de noviembre, fui a casa de mi madre. Mi madre me dijo: “Tu marido dice que no puede seguir viviendo así. Quiere que vuelvas a casa para que tramiten el divorcio”. Cuando oí esto, di un largo suspiro de alivio. Pensé: “Aunque ha sido muy cariñoso conmigo y ha cuidado de mí todos estos años, también me ha perseguido mucho y ha intentado impedir que crea en Dios. Si nos divorciamos, podré creer en Dios con libertad y ya no me limitará más”. Sin embargo, cuando salí por la puerta y vi a todas las parejas casadas paseando por la calle, pensé en que había estado casada con él durante veinte años. Si nos divorciábamos, significaría que, de ahí en adelante, ya no habría ninguna relación entre nosotros. Si me enfermaba, ¿quién cuidaría de mí? Sin su compañía, ¿sería la segunda mitad de mi vida desolada y solitaria? ¿Podía realmente poner fin a veinte años de vida conyugal así, sin más? Al pensar en esto, sentí el corazón compungido, y se me llenaron los ojos de lágrimas. Oré a Dios: “Querido Dios, sé que ya no hay necesidad de mantener mi matrimonio con mi marido. Estoy dispuesta a divorciarme de él, pero, en cuanto pienso realmente en hacerlo, una sensación insoportable me invade el corazón. Querido Dios, te ruego que me des fe y fortaleza para poder tomar la decisión correcta”.
Más tarde, leí las palabras de Dios: “Dios te ha ordenado el matrimonio y te ha dado una pareja. Aunque te cases, tu identidad y estatus ante Él no cambiarán, seguirás siendo tú. Si eres una mujer, seguirás siendo eso ante Dios; si eres un hombre, eso es lo que serás ante Él. Sin embargo, hay una cosa que ambos compartís, y es que, con independencia de que seas hombre o mujer, todos sois seres creados ante el Creador. En el marco del matrimonio, os toleráis y os amáis el uno al otro, os ayudáis y apoyáis, y en eso consiste el cumplimiento de vuestras responsabilidades. No obstante, las responsabilidades y la misión que debes cumplir ante Dios no se pueden sustituir por aquellas que debes satisfacer con respecto a tu pareja. Por lo tanto, cuando exista un conflicto entre tus responsabilidades hacia tu pareja y el deber que un ser creado debe cumplir ante Dios, debes elegir el desempeño de este último y no el cumplimiento de tus responsabilidades hacia tu cónyuge. Esta es la dirección y el objetivo que debes elegir y, por supuesto, también es la misión que debes cumplir. Sin embargo, hay quienes erróneamente convierten en su misión en la vida perseguir la felicidad conyugal o cumplir con las responsabilidades hacia su pareja, así como preocuparse por ella, cuidarla y amarla, y la consideran su cielo y su porvenir; eso es una equivocación. […] En lo que respecta al matrimonio, lo único que puede hacer la gente es aceptarlo de parte de Dios y atenerse a la definición de este que Él ha ordenado para el hombre, en la que tanto el marido como la mujer cumplen con sus responsabilidades y obligaciones el uno con el otro. Lo que no pueden hacer es decidir el porvenir ni la vida anterior, actual o futura de su pareja, y mucho menos la eternidad. Tu destino, tu porvenir y la senda que sigues solo los puede decidir el Creador. Por lo tanto, como ser creado, ya tengas el rol de mujer o de marido, la felicidad que debes perseguir en esta vida radica en que cumplas con el deber de un ser creado y logres la misión que le corresponde a uno. No radica en el propio matrimonio y ni mucho menos en el cumplimiento de las responsabilidades de una mujer o un marido en el marco de este. Por supuesto, algo que debes entender es que la senda que escoges seguir y la perspectiva de vida que adoptas no deben basarse en la felicidad conyugal, y menos aún las debe determinar uno u otro miembro de la pareja” (La Palabra, Vol. VI. Sobre la búsqueda de la verdad. Cómo perseguir la verdad (11)). “En cuanto al matrimonio, siempre que no choque ni entre en conflicto con tu búsqueda de la verdad, no cambiarán las obligaciones que debes cumplir, la misión que debes lograr y el papel que debes desempeñar dentro del marco del matrimonio. Por consiguiente, pedir que te desprendas de la búsqueda de la felicidad conyugal no significa pedirte que renuncies al matrimonio o que te divorcies formalmente, sino que cumplas con tu misión como ser creado y realices de manera adecuada el deber que te corresponde, con la premisa de cumplir también con las responsabilidades propias del matrimonio. Por supuesto, si tu búsqueda de la felicidad conyugal afecta, obstaculiza o incluso arruina tu desempeño del deber de un ser creado, deberías renunciar no solo a dicha búsqueda, sino también a todo tu matrimonio. […] Si quieres ser alguien que persiga la verdad, en lo que deberías pensar más que nada es en cómo desprenderte de lo que Dios te pide que te desprendas y en cómo lograr lo que Él te pide que logres. Si en el futuro y en los días venideros te quedas sin matrimonio y sin una pareja a tu lado, podrás seguir viviendo hasta la vejez y te irá bien igualmente. Sin embargo, si renuncias a esa oportunidad, será como abandonar tu deber y la misión que Dios te ha encomendado. Para Él no serás alguien que persigue la verdad, que realmente quiere a Dios o que busca la salvación. Si deseas activamente renunciar a tu oportunidad y tu derecho de alcanzar la salvación y llevar a cabo tu misión, y en lugar de eso eliges el matrimonio, escoges permanecer unidos como marido y mujer, quedarte con tu cónyuge y satisfacerlo, y mantener intacto tu matrimonio, al final ganarás algunas cosas y perderás otras. Entiendes lo que perderás, ¿verdad? El matrimonio no lo es todo para ti, ni tampoco lo es la felicidad conyugal; no pueden decidir tu suerte, tu futuro y mucho menos tu destino” (La Palabra, Vol. VI. Sobre la búsqueda de la verdad. Cómo perseguir la verdad (10)). Cuando terminé de leer las palabras de Dios, mi corazón se sintió extremadamente alegre y despejado. Dios ha decretado que el matrimonio solo sirve para que los seres humanos se acompañen y cuiden mutuamente. Yo me había casado y, en el matrimonio, podía cumplir con mi responsabilidad de acompañar a mi otra mitad y cuidar de ella. Sin embargo, las responsabilidades del matrimonio no pueden reemplazar la misión de un ser creado. Cuando el deber llama, debo dar prioridad a cumplir bien con el deber de un ser creado. Si abandono mi deber para buscar tener un matrimonio feliz, no podré obtener la verdad ni recibir la salvación de Dios. Al final, caeré en las grandes catástrofes y seré destruida. En el pasado, solo pensaba en tener un matrimonio feliz. Dediqué mucho tiempo y esfuerzo a mantener mi relación con mi marido. Quería aferrarme a mi matrimonio con una mano y a la verdad con la otra. Quería ocuparme de ambas cosas. Al final, creí en Dios durante muchos años, pero seguía sin entender la verdad. Había perdido mucho tiempo. Por mantener la supuesta felicidad de mi matrimonio, me agoté hasta terminar completamente exhausta. ¿Dónde está la felicidad en eso? También entendí que creer en Dios es perfectamente natural y justificado. Mi marido no creía en Dios e intentaba impedir que yo lo hiciera. En cuanto mencionaba cualquier cosa relacionada con la fe en Dios, se enfadaba conmigo. Hasta me acusaba, golpeaba e insultaba, y solía amenazarme con el divorcio. En esencia, es un demonio. Tal como dice Dios: “Creyentes y no creyentes no son compatibles, sino que más bien se oponen entre sí” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Dios y el hombre entrarán juntos en el reposo). Éramos dos tipos de personas incompatibles que transitábamos sendas radicalmente distintas. No hay forma alguna de envejecer de la mano de un demonio que se resiste a Dios, como lo es mi marido. Pero yo seguía queriendo tener un matrimonio duradero con él para que envejeciéramos juntos. Neciamente, mantenía ese matrimonio con sumo cuidado. ¿No era esto seguir a ciegas a un demonio? ¡Era demasiado atolondrada y necia! Mantener mi relación con un demonio solo podía llevarme a apartarme de Dios, traicionarlo y perder mi oportunidad de obtener la salvación. Al confiar en una opinión errónea del amor, consideraba que la búsqueda de un matrimonio feliz era mi misión, y los afectos carnales me nublaron el corazón. No estaba dispuesta a discernir la naturaleza-esencia de mi marido. Si Dios no hubiera dispuesto ese entorno y yo no hubiera tenido el esclarecimiento y la guía de Sus palabras, aún no habría sido capaz de desentrañar esto y seguiría siendo inflexible y estúpida. ¡Era realmente ciega e ignorante! No podía seguir viviendo conforme a esos pensamientos y opiniones equivocados. Aunque mi marido quisiera divorciarse de mí, yo debía seguir cumpliendo con el deber de un ser creado. ¡Esa es realmente mi misión!
Durante mis prácticas devocionales, escuché un himno de las palabras de Dios que me conmovió profundamente.
Deja que Dios entre en tu corazón
Él solo puede entrar en tu corazón si se lo abres. Solo puedes ver lo que Dios tiene y es, y cuáles son Sus intenciones para ti si Él ha entrado en tu corazón.
1 En ese momento descubrirás que todo lo que tiene que ver con Dios es muy precioso, que lo que Él tiene y es, es muy digno de valorar. Comparados con eso, las personas, los acontecimientos y las cosas que te rodean, y hasta tus seres queridos, tu pareja y las cosas que amas, apenas merecen ser mencionados. Son tan pequeños e insignificantes; sentirás que no habrá objeto material que pueda ser capaz de volver a atraerte ni ninguno que pueda volver a seducirte para que pagues un precio por él. En la humildad de Dios verás Su grandeza y Su supremacía. Además, en algo que Él haya hecho y que antes te había parecido bastante pequeño, verás Su infinita sabiduría y Su tolerancia, y contemplarás la paciencia, la indulgencia que tiene contigo y cómo te comprende. Esto engendrará en ti adoración hacia Él.
2 En ese día, sentirás que la humanidad está viviendo en un mundo tan sucio que las personas que están a tu lado y las cosas que suceden en tu vida, y hasta aquellos a quienes amas, el amor de ellos por ti y su pretendida protección o su preocupación por ti ni siquiera son dignos de mencionar; solo Dios es tu amado y solo a Él es a quien más valoras. ¡El amor de Dios es tan grande y Su esencia tan santa! En Dios no hay engaño ni maldad, ni envidia, ni lucha, sino solo justicia y autenticidad, y los seres humanos deberían anhelar todo lo que Dios tiene y es. Tendrían que luchar por ello y aspirar a ello.
La Palabra, Vol. II. Sobre conocer a Dios. La obra de Dios, el carácter de Dios y Dios mismo III
Me sentí muy conmovida al escuchar ese himno de las palabras de Dios. El amor entre las personas se construye sobre los cimientos del intercambio. Cuando yo acompañaba a mi marido y cuidaba de él y de los niños, él me trataba bien. Cuando ya no tenía tiempo para cuidar de él, empezaba a enfadarse y quería divorciarse porque ya no obtenía ningún beneficio de mí. Una vez corrompidas por Satanás, todas las personas priorizan el beneficio. No existe el amor verdadero entre ellas. Aunque haya un poco de supuesto amor entre las personas, aún así, es el beneficio lo que lo impulsa. Durante esos años, había dejado de lado mi deber y había traicionado en una ocasión a Dios por mantener la felicidad de mi matrimonio. Sin embargo, Dios no me trató según mis actos. Dios no dejó de mostrarme Su misericordia y Su gracia, dispuso un entorno de forma práctica para salvarme y darme la oportunidad de arrepentirme, y usó Sus palabras para esclarecerme y permitirme desentrañar las tramas de Satanás. Me ayudó a corregir mis opiniones equivocadas sobre el matrimonio para que Satanás ya no me hiciera más daño. Me di cuenta de que solo Dios ama a las personas más que nadie y que solo el amor de Dios es genuino y santo.
Después, acepté divorciarme de mi marido, pero él ya no quiso hacerlo. Incluso dijo que, mientras yo volviera a casa, me trataría bien, como lo había hecho antes, y ya no intentaría impedirme creer en Dios. Pensé en cómo mi marido había usado amenazas, violencia e insultos para obligarme a abandonar mi fe en Dios. Cuando vio que esos ardides no funcionaban, usó palabras melifluas para engañarme. Independientemente de cómo cambien sus ardides, su esencia es la de un demonio. Su esencia de ser un enemigo de Dios jamás cambiará. Llevaba una década intentando impedirme creer en Dios. Si fuera capaz de cambiar, ya lo habría hecho hace tiempo. Si volvía a creer en sus palabras, solo volvería a caer en la trampa, me acabaría engañando y perdería mi oportunidad de que Dios me salvara. Así que ignoré lo que dijo. Pensé: “Aunque no nos divorciemos, no puedo permitir que me ponga trabas para creer en Dios o cumplir con mis deberes”. A partir de entonces, cumplí siempre mis deberes en la iglesia y mi corazón estuvo en paz. Dejé de pensar en cómo mantener mi matrimonio y mi familia, y por fin pude liberarme de la esclavitud y las limitaciones de mi marido. Ahora soy libre para creer en Dios y cumplir mi deber. Esto ha beneficiado mucho mi avance en la vida. ¡Gracias a Dios por Su salvación!