7. No ser esclava del matrimonio es la libertad verdadera

Por Cheng Na, China

Mi primer esposo se divorció de mí porque no podía quedar embarazada. Luego, conocí a mi esposo actual. En ese momento, él tenía dos hijos pequeños y pensé: “Si me va bien en este matrimonio, tendré en quien confiar cuando sea anciana”. Por tanto, cuidé a los dos niños como si fueran míos, y también a mi suegra ciega. Mi esposo y yo construimos un túnel de cultivo y plantamos cultivos comerciales. Yo hacía todo el trabajo que hacen los hombres. Partía rumbo al mercado antes de que amaneciera y me quedaba despierta hasta la noche para vender verduras y ganar dinero para la familia. Mis esfuerzos tenían recompensa: mi esposo me cuidaba y tenía consideración hacia mí y los niños me decían “mamá”. Esto me dio la esperanza de que, mientras cuidara bien a mi familia, tendría quien me cuidara cuando fuera anciana. No pedía nada más. Lo que no esperaba era sufrir una trombosis cerebral repentina diez años después. Estaba inmovilizada en la cama y no podía cuidarme sola. Mi esposo se devanaba los sesos pensando cómo ayudarme a tratar mi enfermedad. Cuando estuve en el hospital, me cuidó con mucha dedicación. Sin embargo, ninguno de los tratamientos que probaba me curó. Me sentía miserable. No podía hacer nada por mí misma y parecía que tendría que depender de los cuidados de mi esposo en el futuro. Él sería mi apoyo por el resto de mi vida. Después de un tiempo, comencé a tener dudas: “Mi esposo está siendo muy bueno conmigo ahora. Sin embargo, si no mejoro de mi enfermedad y pasa mucho tiempo, ¿no llegaré a desagradarle y dejará de quererme? Después de todo, los niños no son mis hijos biológicos. No tengo ningún familiar a mi lado. ¿En quién podré apoyarme cuando envejezca?”. Me preocupaba constantemente por este asunto y hasta había perdido las ganas de vivir.

En 2013, justo cuando estaba sumida en el dolor y en la impotencia, acepté la salvación de Dios Todopoderoso de los últimos días. A través de la lectura de las pabras de Dios, entendí un poco de la verdad y comprendí que mi porvenir está en manos de Dios y que Él es el único en quien puedo confiar. Me sentí más liberada y alegre en mi corazón, y ya no derramé lágrimas de angustia por estos asuntos. De a poco, mi enfermedad mejoró y fui capaz de cuidarme a mí misma nuevamente. Estaba llena de gratitud hacia Dios. Mi esposo vio que había mejorado mucho, así que me apoyó en mi fe en Dios. Después, él se enteró de que creer en Dios en China podía llevar a detenciones y encarcelamiento, y también creyó los rumores infundados que difundía el PCCh. Temía que me detuvieran por creer en Dios y que esto afectara el trabajo de sus hijos y las oportunidades de sus nietos. Entonces, comenzó a impedirme que creyera en Dios. También se alió con sus hijos y familiares para acosarme y hacerme abandonar mi fe en Dios. Pensé: “Si no obedezco a mi esposo y sigo creyendo en Dios, lo ofenderé a él y a sus hijos. ¿Tendré todavía una buena vida en el futuro?”. Ya no me atrevía a ir a reuniones ni a cumplir mi deber. Quería conservar mi familia de todo corazón. Cuando mi esposo vio que ya no asistía a las reuniones, su actitud hacia mí mejoró mucho. Sin embargo, perdí mi vida de iglesia y ya no pude compartir las palabras de Dios con mis hermanos y hermanas. Mi corazón se sentía vacío y estaba atormentada. Unos días después, un líder se acercó para ayudarme y brindarme apoyo y habló conmigo sobre la intención de Dios de salvar a las personas. Sentí el amor de Dios y comencé a asistir a las reuniones nuevamente, en secreto. Sin embargo, lo bueno duró poco. A fin de año, mi esposo regresó a casa del trabajo y descubrió que aún creía en Dios. Reclutó a mi hermano y mi hermana, menores que yo, para someterme a una ronda de críticas y obligarme a dejar de creer en Dios. Cuando mi marido vio que yo no cedía, se fue de casa, llevándose consigo todo el dinero en efectivo y las libretas de ahorros. Estaba débil y enferma, sola y abandonada en casa. Tampoco tenía dinero para vivir. En ese monento, sentí realmente que no podía seguir viviendo. Estaba extremadamente triste y en conflicto. Si continuaba creyendo, cuando mi esposo se divorciara de mí, me quedaría sin familia. Me estaba haciendo mayor y mi salud no era buena. ¿Cómo podría vivir por mi cuenta? ¿Quién me cuidaría cuando fuera una anciana? Sin embargo, si dejaba de creer en Dios, estaría traicionándolo y perdería todas las oportunidades de ser salvada. Luego, vino una hermana para ayudarme y brindarme apoyo. Comprendí que, si la familia me acosaba, debía confiar en Dios y mantenerme firme en mi testimonio de Él. Después, leí algunas palabras de Dios más y ya no me sentí tan triste. Pensé: “No importa qué suceda, no puedo dejar a Dios”. Mi esposo volvió unos días después, pero yo seguía insistiendo en ir a las reuniones. Me escabullía siempre y no me atrevía a decírselo a mi marido.

En la primavera de 2016, los líderes quisieron que cumpliera un deber relacionado con textos. Sentía tanto alegría como preocupación en mi interior. Permitirme hacer un deber tan importante era la gracia de Dios para mí y Él me estaba elevando. No quería perder esta oportunidad para formarme, pero también tenía dudas. Para cumplir un deber relacionado con textos, tendría que irme de casa durante unos días; ¿qué haría yo si, por casualidad, mi marido volvía, se enteraba y aprovechaba la oportunidad para librarse de mí? ¿Me quedaría sin hogar? ¿Cómo viviría el resto de mis días? Cuando pensé en esto, rechacé el deber. Después, sin embargo, sentía remordimientos en mi corazón. Sabía que la oportunidad de cumplir un deber relacionado con textos me permitiría equiparme con más verdad. Sin embargo, no había valorado la oportunidad y la había rechazado. Estaba dejando que mi esposo me condicionara y me limitara. ¿No me estaba rebajando?

En agosto de 2023, un líder de iglesia me dijo: “Han detenido a muchos hermanos y hermanas y se dificulta encontrar familias de acogida. ¿Puedes recibir a una hermana en tu casa?”. Pensé: “Mi esposo trabaja en otra ciudad y solo regresa cuando hay cosas para hacer en la casa. Por lo general, estoy sola en casa. Mi salud no me permite cumplir otros deberes, pero dar acogida a una hermana no será un problema. Cuando se mude aquí, ella podrá cumplir su deber y yo también podré realizar buenas obras”. Pero luego, lo pensé otra vez: “¿Qué haré si mi esposo regresa y la ve? Para empezar, él se opone a que crea en Dios y menciona el divorcio al más mínimo percance. Si este asunto llega a contrariarlo hasta el punto de que deje de quererme, ¿habrá valido la pena? Sin matrimonio ni familia, ¿con quién podré contar para cuidarme cuando sea anciana? ¿Dónde podré ir si no tengo familia ni empleo?”. Recordé cómo mi esposo me había obligado a dejar de creer en Dios antes, y sentí preocupación y miedo. Pero luego, pensé que el PCCh estaba persiguiendo a la hermana. Ella no podía encontrar una familia de acogida adecuada y mi casa era relativamente segura. Así que acepté.

Lo que no esperaba era que mi esposo regresara tres o cuatro días después de que se mudara la hermana. Sentía un gran conflicto interior: “¿Qué debería decirle a mi esposo? ¿Buscaría problemas? ¿Qué haremos si se enoja y nos echa a ambas? Además, el entorno está muy tenso. Si mi hermana no tiene un lugar adecuado donde quedarse y la detienen, ¿entonces, qué? Si fuera el caso, yo no solo no habría realizado buenas obras, sino que acabaría haciendo el mal”. Luego, lo pensé de nuevo: “Ya rechacé mi deber antes y tengo una deuda con Dios. Ahora, he leído muchas palabras de Dios y comprendo algo de verdad. Si no cumplo mi deber, ¿aún seré digna de ser humana? No puedo continuar eludiendo mi deber”. Oré a Dios con urgencia en mi corazón y le pedí que abriera un camino para mí. Después, usé mi sabiduría y le dije a mi esposo que solo le había pedido a la hermana que se quedara por unos días. Al oír esto, mi esposo no dijo nada. Incluso me pidió que la avisara para cenar. Sentí que me había quitado un gran peso de encima. A fin de conservar a mi familia, había atendido a mi esposo meticulosamente. Preparaba de varias formas sus comidas preferidas porque temía hacerlo infeliz. A los pocos días de regresar, mi esposo me contagió un resfriado. Tenía fiebre, tos, me dolía todo el cuerpo y estaba débil. Aunque estaba enferma, quería atenderlo bien. Me preocupaba que, a medida que pasara el tiempo, no me permitiera dar acogida a mi hermana. Vigilaba sus expresiones continuamente. Cuando él estaba feliz, yo trataba mejor a mi hermana; pero cuando él estaba descontento, me sentía nerviosa e intranquila. Temía que me echara si despertaba su ira. Mi corazón estaba lleno de angustia, ansiedad y preocupación. Además, en ese momento estaba gravemente enferma. Me arrepentí de cumplir ese deber y llegué a desear que mi hermana se fuera pronto. Me impacienté con ella y no la atendía con la misma calidez que antes. Luego, mi hermana también enfermó. Me sentí muy mal y creía que la había defraudado.

Un día, el líder me escribió una carta en la que me mostraba algunos pasajes de las palabras de Dios que se relacionaban con mi estado de sentirme limitada por mi esposo. Esto es lo que decía uno de los pasajes: “Dios te ha concedido el matrimonio, una pareja y un entorno de vida diferente. En ese tipo de entorno y situación, Él hace que tu pareja comparta y lo afronte todo junto a ti, para que puedas vivir con mayor libertad y sencillez, mientras que al mismo tiempo te permite conocer una etapa diferente de la vida. Sin embargo, Dios no te ha vendido al matrimonio. ¿Qué quiero decir con esto? Dios no ha tomado tu vida, tu porvenir, tu misión, la senda que sigues en la vida, el rumbo que eliges en ella y el tipo de fe que tienes y se los ha dado a tu pareja para que decida por ti. Él no ha dicho que la clase de porvenir, las aspiraciones, la senda vital y la perspectiva de vida que tiene una mujer las deba decidir su marido, ni que la clase de porvenir, las aspiraciones, la perspectiva de vida y la vida que tiene un hombre las deba decidir su mujer. Dios nunca ha dicho nada de eso ni ha ordenado las cosas así. Fíjate, ¿dijo Dios algo semejante cuando instituyó el matrimonio para la humanidad? (No). Dios nunca ha dicho que la misión de una mujer o un hombre en la vida sea perseguir la felicidad conyugal, ni que debas mantener la felicidad de tu matrimonio para cumplir la misión de tu vida y comportarte debidamente como un ser creado. Dios jamás ha dicho tal cosa(La Palabra, Vol. VI. Sobre la búsqueda de la verdad. Cómo perseguir la verdad (11)). Por las palabras de Dios comprendí que Él predestina el porvenir en la vida todas las personas y también sus matrimonios. Dios ordena el matrimonio para que ambos esposos puedan cuidarse, ayudarse y brindarse apoyo mutuamente, y compartir todas las cosas. De esta forma, su vida es más relajada y calma. Sin embargo, Dios no pide a las personas que traicionen sus valores por el matrimonio. Tampoco nos pide que consideremos que mantener nuestro matrimonio es nuestra misión en la vida. Las personas tienen derecho a escoger qué camino deben tomar y qué clase de fe deben tener. Su media naranja no debería decidir todo por ellas. Sin embargo, con el fin de que el matrimonio funcionara y que la familia fuera feliz, yo me había traicionado a mí misma. Era una esclava voluntaria de mi esposo y trabajaba duro sin quejarme. Hacía todas las tareas del hogar, incluso las que corresponden a los hombres. Cuando llegaba a casa, tenía que atender bien a mi esposo. Después de empezar a creer en Dios, a fin de preservar mi matrimonio y tener a alguien con quien contar en mi vejez, no me atrevía a ir a reuniones ni mucho menos a irme de casa para cumplir mi deber. Cuando cumplí el deber de acogida, me preocupaba que mi esposo se impacientara cuando viera a mi hermana en casa, y que ya no me quisiera ni se preocupara por mí. Esto me hacía sentir limitada. Aunque acogí a mi hermana a regañadientes, observaba constantemente la expresión de mi esposo antes de actuar. Cuando veía que estaba feliz, yo era más amable con mi hermana; pero cuando estaba descontento, me sentía nerviosa e intranquila. Incluso llegué a arrepentirme de dar acogida a mi hermana y a desear que se mudara rápido para dejar de sufrir así. Para poder complacer a mi marido, me sentía continuamente presionada por él. Era completamente incapaz de cumplir bien mi deber. Si recuerdo mi enfermedad veo que, en mi mayor momento de dolor e indefensión, fue Dios quien dispuso que una hermana me predicara el evangelio. Tuve el valor para seguir adelante gracias al sustento y la guía que me dieron las palabras de Dios. Cuando me sentía negativa y débil, Dios también dispuso que una hermana fuera a ayudarme y brindarme apoyo en varias ocasiones. Esto me ayudó a hacerme cada vez más fuerte. Debía cumplir bien el deber de un ser creado y retribuir la gracia de Dios al salvarme. Es lo correcto. Las palabras de Dios me dieron fe y coraje. Estaba dispuesta a darle todo. Creer en Él era mi derecho y mi esposo no tenía por qué interferir. Mi misión era cumplir bien mi deber y eso es lo que debía hacer. Cuando comprendí esto, dije a mi hermana: “No te preocupes. Tú vive en mi casa sin reparos. No importa qué me haga mi esposo, no me limitará. Aunque se divorcie de mí, seguiré acogiéndote”.

Una noche, después de las diez, mi tos sobresaltó a mi esposo y lo despertó. Se enojó conmigo y comenzó a hablarme duramente. Temía que mi hermana escuchara y se sintiera coartada, así que no me atreví a responderle. En mi corazón, oré a Dios con urgencia. Poco después, sonó el teléfono. El jefe de mi esposo le dijo que tenía que regresar al trabajo al día siguiente. Yo estaba muy feliz. Sabía que Dios me estaba abriendo un camino. Más tarde, como mi esposo regresaba a veces, mi hermana se sentía limitada viviendo en casa y la iglesia le buscó otra casa de acogida a la que se mudó unos días después. Sentí mucha culpa y pensaba que había defraudado a mi hermana. Cuando ella estaba aquí, yo me sentía constantemente coartada por mi esposo y solo me centraba en cuidarlo bien. Lo único que me importaba era mantener mi matrimonio y mi familia. No ponía el corazón en mi deber y ahora incluso lo había perdido. Luego, reflexioné: “¿Por qué mi esposo me limita en todo momento? ¿Cuál es la causa de este problema?”. Oré a Dios y le pedí que me esclareciera y guiara para poder hacer introspección, comprenderme y aprender lecciones. En mi búsqueda, leí un pasaje de las palabras de Dios: “Una vez casados, algunos están dispuestos a dedicarse al máximo a su vida matrimonial, y se disponen a esforzarse, luchar y trabajar duro por su unión. Algunos ganan dinero y sufren con desesperación y, desde luego, son todavía más los que confían la felicidad de su vida a su cónyuge. Creen que ser felices y dichosos en la vida depende de cómo sea su pareja, de si es buena persona, de si su personalidad y sus intereses coinciden con los suyos, de si es alguien que pueda llevar el pan a casa y sacar adelante una familia, cubrir sus necesidades básicas en el futuro y proporcionarles una familia feliz, estable y maravillosa, o reconfortarles cuando experimenten cualquier aflicción, tribulación, fracaso o contratiempo. […] En semejantes condiciones de vida, el marido y la mujer rara vez intentan discernir qué clase de persona es su pareja, viven completamente sumergidos en los sentimientos que tienen hacia esta, los cuales usan para preocuparse por ella, tolerarla, sobrellevar todas sus faltas, defectos y aspiraciones, incluso hasta el punto de ponerse a su merced. Por ejemplo, un marido le dice a su mujer: ‘Tus reuniones duran mucho. Quédate media hora y luego vuelve a casa’. Ella responde: ‘Haré lo que pueda’. Como era de esperar, en la siguiente ocasión, pasa media hora en la reunión y se vuelve a casa. Entonces su marido le dice: ‘Eso está mejor. La próxima vez, preséntate y que te vean la cara, pero vuelve enseguida’. Ella responde: ‘Oh, ¡así que me echas mucho de menos! De acuerdo, haré lo que pueda’. En efecto, la siguiente vez que acude a una reunión, no lo decepciona, y vuelve a casa a los diez minutos aproximadamente. Su marido está muy contento y feliz, y exclama: ‘¡Eso está mejor!’. […] Para que tu marido esté complacido contigo y acepte que leas de vez en cuando las palabras de Dios o acudas a alguna reunión, te levantas temprano todos los días para prepararle el desayuno, arreglar la casa, limpiar, alimentar a las gallinas, darle de comer al perro y hacer todo tipo de tareas agotadoras, incluso las que son más propias de los hombres. Para satisfacer a tu marido, trabajas sin descanso como una vieja criada. Antes de que regrese a casa, le sacas brillo a sus zapatos de piel y le dejas preparadas las pantuflas, y cuando llega, te apresuras a cepillarle la ropa y le ayudas a quitarse el abrigo y colgarlo, mientras le preguntas: ‘Hoy hace mucho calor. ¿Estás acalorado? ¿Tienes sed? ¿Qué te apetece comer hoy? ¿Algo ácido o algo picante? ¿Quieres cambiarte? Quítate esa ropa para que te la lave’. Eres como una vieja criada o una esclava, ya has sobrepasado el ámbito de las responsabilidades que te corresponden en el marco del matrimonio. Estás a merced de tu marido y lo consideras tu señor. Es evidente que en una familia como esta existe una diferencia de estatus entre los dos cónyuges: una es la esclava, el otro es el amo; una es servil y humilde, el otro se muestra feroz y dominante; una se doblega y arrastra, el otro rebosa arrogancia. Resulta obvio que el estatus de las dos personas en el marco del matrimonio es desigual. ¿Por qué? ¿Acaso esta esclava no se está rebajando? (Sí). Eso es lo que hace. Has incumplido la responsabilidad con respecto al matrimonio que Dios ha ordenado para la humanidad, y te has pasado de la raya. Tu marido no asume ninguna responsabilidad ni hace nada y, sin embargo, sigues estando a merced de un cónyuge como él y te sometes a su autoridad; te conviertes de buen grado en su esclava y en su vieja criada para servirle y hacer de todo por él. ¿Qué clase de persona eres? ¿Quién es exactamente tu Señor? ¿Por qué no practicas de ese modo para Dios? Él ha ordenado que tu pareja te proporcione lo necesario para vivir; es lo que debe hacer, tú no le debes nada. Tú haces lo que se espera de ti y cumples con las responsabilidades y obligaciones que te corresponden, ¿y él? ¿Hace él lo que debe? En un matrimonio, no se trata de que el poderoso sea el amo y el que sea capaz de trabajar duro y hacer casi todo sea el esclavo. En dicha unión, ambos deben cumplir con sus responsabilidades respecto al otro y acompañarse. Las dos personas tienen una responsabilidad hacia la otra, y ambas tienen obligaciones que cumplir y cosas que hacer en el marco del matrimonio. Debes obrar según el rol que tengas. Sea cual sea este rol, has de hacer lo que te corresponde. Si no lo haces, significa que careces de la humanidad normal. En lenguaje coloquial, no vales ni un céntimo. Entonces, si alguien no vale ni un céntimo y aun así sigues estando a su merced y siendo voluntariamente su esclavo, eso es una necedad absoluta y te resta todo valor. ¿Qué tiene de malo creer en Dios? ¿Es tu creencia en Dios un acto de maldad? ¿Supone un problema leer las palabras de Dios? Hacer todas esas cosas es recto y honorable. ¿Qué demuestra el hecho de que el Gobierno persiga a las personas que creen en Dios? Demuestra que la humanidad es muy malvada, y representa a las fuerzas del mal y a Satanás. No representa a la verdad ni a Dios. Por consiguiente, creer en Dios no significa que estés por debajo de los demás ni que seas inferior a nadie. Todo lo contrario, tu creencia en Dios te hace ser más noble que la gente mundana, tu búsqueda de la verdad te convierte en honorable a ojos de Dios, y Él te considera la niña de Sus ojos. Sin embargo, te rebajas y te conviertes generosamente en esclavo de tu cónyuge con tal de halagar a la otra mitad de tu matrimonio. ¿Por qué no actúas así cuando cumples con el deber de un ser creado? ¿Por qué no eres capaz de gestionar eso? ¿Acaso no se trata de una expresión de la bajeza humana? (Sí)” (La Palabra, Vol. VI. Sobre la búsqueda de la verdad. Cómo perseguir la verdad (11)). Las palabras de Dios me atravesaron el corazón como una espada afilada. Lo que dejaban en evidencia era mi estado exacto. Desde que me casé con mi esposo, a fin de mantener bien el matrimonio y asegurarme un hogar estable en el que apoyarme en mi vejez, hice todo lo posible por satisfacerlo. Estaba dispuesta a hacer cualquier trabajo, sin importar cuán sucio o extenuante fuera. Me devané los sesos para ayudarlo a construir un túnel de cultivo y plantar cultivos comerciales para ganar dinero. Crié dos niños a conciencia. Soporté todo el trabajo duro sin quejarme. Asistía a mi suegra ciega durante todo el día. Voluntariamente serví de criada a la familia entera. Mientras mi esposo y mis hijos estuvieran satisfechos, soportaba por voluntad propia y de buen grado cualquier sufrimiento o el agotamiento. Después de que comencé a creer en Dios, mi esposo se dejó convencer por los rumores infundados del gobierno del PCCh y se opuso firmemente a mi fe. A fin de mantener un buen matrimonio y una buena familia, fui cautelosa, servil y humilde frente a él en todos los aspectos. Fui la esclava voluntaria de toda la familia. No me atrevía a hacer mi deber porque mi esposo me limitaba y me frenaba. Incluso cuando asistía a las reuniones, siempre quería regresar temprano para poder preparar la cena y servir bien a mi esposo. Es más, no me atrevía a irme de casa para cumplir mi deber. Temía que mi esposo se divorciara de mí y no tener a nadie que me cuidara en la vejez. Incluso me sentía limitada al cumplir el deber de acogida, aunque estaba dentro de mis capacidades. Me controlaban profundamente los venenos satánicos de “Debemos tener en quien confiar en la vejez” y “Cría hijos para que te cuiden cuando seas anciano”, y vivía sin la menor dignidad. En realidad, Dios predestina el matrimonio para que dos personas puedan acompañarse, cuidarse y darse apoyo mutuamente. Mi esposo no es tan formidable como para ser mi amo y señor y para que tenga que obedecerlo en todo y actuar sin perder de vista sus expresiones. En esta familia, solo tengo que ser capaz de cumplir con mis responsabilidades como esposa y ya está. Además de eso, tengo mi propia misión que es cumplir bien el deber de un ser creado. Ya no podía ser servil y humilde y servir de esclava a mi esposo e hijos. Debía valorar la oportunidad que Dios me había dado para cumplir bien mi deber.

Luego, leí las palabras de Dios: “Desde la creación del mundo, he empezado a predestinar y seleccionar a este grupo de personas; a saber, vosotros los de hoy. Vuestro temperamento, calibre, aspecto y estatura, la familia en la que naciste, tu trabajo y tu matrimonio; tú en tu totalidad, incluso el color de tu pelo y tu piel, y el momento de tu nacimiento; todo fue dispuesto por Mis manos. Arreglé con Mi mano las cosas que haces y las personas que te encuentras todos los días, por no mencionar el hecho de que traerte a Mi presencia hoy se hizo en realidad por Mi arreglo. No te entregues al desorden; debes proceder con calma. Lo que Yo te permito disfrutar hoy es una parte que mereces y que ha sido predestinada por Mí desde la creación del mundo(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Declaraciones de Cristo en el principio, Capítulo 74). Después de leer las palabras de Dios, comprendí que es por Su gracia que puedo vivir en los últimos días y aceptar Su obra. También es Dios quien ha dispuesto que yo no pueda tener hijos, y detrás de eso está Su intención. Las ideas tradicionales de “Criar hijos para que te cuiden cuando seas anciano” y “Ser una buena esposa y madre amorosa” estaban muy arraigadas en mi corazón. Si hubiera tenido hijos propios, habría entregado mi corazón a planificar y a hacer todo por ellos y por mi familia. Habría dedicado todo mi tiempo y esfuerzo a mi esposo e hijos, y de buena gana habría abandonado todo por ellos. Mi misión en esta vida habría sido mantener mi matrimonio y mi familia y cuidar bien a mis hijos. En ese caso, no habría llegado a creer en Dios. Dios dispuso este entorno para que experimentara el sufrimiento, lo cual me forzó a presentarme ante Él, confiar en Él y tener la oportunidad de oír Su voz, perseguir la verdad y recibir Su salvación. Esta era una bendición de Dios. En el pasado, no había comprendido la intención de Dios y me había quejado de que tenía un mal porvenir. Ahora, comprendo la meticulosa intención de Dios de salvarme y que Él no me hizo nacer en los últimos días para que me limitara a tener hijos, sino para que me presentara ante Él y cumpliera el deber de un ser creado. Esta era mi responsabilidad y mi misión.

Seguí leyendo las palabras de Dios. Dios dice: “Dios ha dispuesto para ti a tu cónyuge actual, y puedes vivir junto a él. Si a Dios le cambiara el estado de ánimo y dispusiera para ti a otro, podrías vivir de igual modo. Por lo tanto, tu cónyuge actual no es único ni inigualable, y tampoco es tu destino. Dios es el Único al que se le encomienda tu destino y también el de la humanidad. Puedes seguir sobreviviendo y continuar con vida si dejas a tus padres, y por supuesto igual sucede si dejas a tu pareja. Tus padres no son tu destino, ni tampoco lo es tu pareja(La Palabra, Vol. VI. Sobre la búsqueda de la verdad. Cómo perseguir la verdad (11)). Después de leer las palabras de Dios, comprendí que el porvenir de las personas está en manos del Creador. Por mucha consideración que mi esposo mostrara por mí, no podía controlar mi porvenir. Mi destino solo está encomendado a Dios. Solo en Él puedo confiar plenamente. Cuando tuve la trombosis cerebral, mi esposo hizo todo lo posible para tratarme, pero fue en vano. Por mucho que se preocupara, no podía eliminar mi enfermedad. Después de empezar a creer en Dios, dejé mi enfermedad en Sus manos y ya no me preocupaba si mejoraría o no. De a poco, mi enfermedad mejoró y pude cuidarme sola de nuevo. ¿Esto no era todo la soberanía y orquestación de Dios? Pensemos en muchos hermanos y hermanas de la iglesia. Tienen que abandonar matrimonios y familias para cumplir sus deberes y difundir el evangelio de Dios. Viven bajo el cuidado y la protección de Dios y no se preocupan por la comida o la ropa. En cambio, sus vidas son relajadas, felices, libres y liberadas. Como dijo el Señor Jesús: “Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros, y sin embargo, vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No sois vosotros de mucho más valor que ellas?(Mateo 6:26). Las aves de los cielos creadas por Dios no siembran ni cosechan, pero Él las alimenta; lo mismo que a la humanidad, que fue creada por Él. Yo temía que, si perdía mi matrimonio, mi familia y mi esposo, no tendría a nadie en quien confiar y nadie me cuidaría en mi vejez. Así pues, mi esposo solía limitarme y yo no me atrevía a asistir a las reuniones, ni mucho menos a cumplir mi deber. Tenía muy poca fe en Dios. Ahora comprendía un poco la soberanía de Dios y tenía la fe para seguir adelante confiando en Él. Mi esposo no creía en Dios y me acosaba. Él se resistía a Dios y yo no podía continuar obedeciéndole en todo y siendo su esclava. Poco después, detuvieron a algunos hermanos y hermanas de la iglesia. El líder me escribió para preguntarme si podía acoger a dos hermanas en mi casa. Sin pensarlo demasiado, envié mi respuesta: “Sí, puedo”. Comencé a cumplir nuevamente el deber de acogida. Esta vez, ya no temía que mi esposo se diera cuenta ni que quisiera divorciarse de mí. Sentía liberación en mi corazón. Un día, mi esposo llamó para decir que iba a regresar. Mis hermanas dijeron que querían salir y esconderse, pero yo les respondí con calma: “No hace falta. Aunque él se opone a mi fe, no llamará a la policía, no irá tan lejos”. Cuando mi esposo regresó a casa y vio a mis hermanas allí, no dijo nada. Dos días después, se enojó y me gritó por un asunto menor: “Ustedes las que creen en Dios ya no son bienvenidas aquí. Si vuelven, ¡las echaré!”. Pensé en cómo, en el pasado, temía ofender a mi marido y lo obedecía en todo, y en cómo había perdido mi deber y había vivido sin integridad ni dignidad. Ahora, comprendía la verdad y tenía el corazón lleno de confianza. Dije: “Creer en Dios no es ilegal y no es un crimen. Además, una parte de esta casa me pertenece, así que tú no tienes la última palabra”. Cuando me oyó decir eso, se fue hecho una furia. Ya no temía que me ignorara o se divorciara de mí. Incluso pensé que sería mejor que no regresara; sin sus trabas, tendría más libertad para cumplir mi deber y ya no tendría que ser su esclava. Más tarde, mi esposo no dijo nada sobre la estadía de mis hermanas en la casa. A veces, cuando venían otras hermanas, incluso las invitaba a que se quedaran a cenar. Comprobé que en cuanto mi corazón se arregló, la actitud de mi esposo también cambió. Con el tiempo, mi relación con él también mejoró un poco. Yo hacía todo lo que podía para cumplir mi responsabildad hacia mi familia y, cuando necesitaba asistir a una reunión, iba. Mi esposo ya no me limitaba en mi corazón. Cuando tratamos al matrimonio y a la familia de acuerdo con las palabras de Dios, nuestra vida no es cansadora y, además, es digna.

Después de esta experiencia, comprendí que no podía confiar en mi esposo e hijos ni en ningún familiar. Cómo sufriré el resto de mis días no es algo que pueda controlar; Dios es soberano sobre todas las cosas y lo dispone todo. Dios es el único en quien puedo confiar. Ahora, puedo liberarme de las limitaciones y ataduras del matrimonio y cumplir bien algo del deber de un ser creado. Estos son los efectos que tuvieron en mí las palabras de Dios. ¡Gracias Dios por mi salvación!

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