31. Encontré una senda para resolver mi complejo de inferioridad

Por Xiao Yi, España

Cuando era niña, mis padres estaban muy ocupados ganándose la vida y no tenían tiempo para cuidarme, así que me enviaron a casa de mi abuela para que me criara. En esa época, se estaba llevando a cabo el censo de planificación familiar y, como yo no estaba empadronada en casa de mi abuela, para evitar las multas, cada vez que en el pueblo hacían controles de planificación familiar, mi abuela me llevaba en brazos y me escondía. Los vecinos se burlaban de mí por no tener registro familiar, me llamaban “una pequeña don nadie” y decían que era una niña sin madre. Aunque era solo una niña, me daba cuenta de que se burlaban de mí. Me sentía muy dolida. No quería verlos ni jugar con los otros niños. La mayor parte del tiempo, me quedaba encerrada en casa, sola, viendo la tele, o si no, jugaba con mi abuela. Mi infancia fue bastante reprimida y monótona. Más tarde, cuando llegué a la edad escolar, mis padres me llevaron de vuelta a casa. Como era introvertida, no me gustaba hablar y no saludaba a la gente, mi mamá decía que era lenta y que no era tan lista como mi hermana menor. Yo también sentía que valía muy poco, así que me volví aún más reacia a comunicarme con la gente. Poco a poco, me di cuenta de que me costaba mucho comunicarme con los demás; cuando hablaba con la gente, no sabía qué decir ni cómo empezar una conversación. A veces tenía cosas en mente y opiniones que quería expresar, pero al hablar, mascullaba por los nervios y el miedo. Sobre todo cuando hablaba con desconocidos en grupos grandes, me ponía tan nerviosa que se me ponía la cara roja. Por eso, cada vez que venían familiares a casa o tenía que ir a una fiesta, siempre intentaba evitarlo como fuera, y si no podía negarme, me sentaba tranquilamente en un rincón, viendo a los demás charlar y reír.

Después de empezar a creer en Dios, seguía siendo así. Recuerdo que una vez, en una reunión, vi que había cincuenta o sesenta personas. Me sentí inhibida de inmediato y, al haber tanta gente, no me atreví a hablar. No me sabía expresar bien. Sentía que, si hablaba de forma confusa y los demás no me entendían, eso sería muy incómodo y vergonzoso. Así que cada vez que el supervisor me pedía que compartiera, prefería quedarme en silencio y solo escuchar. A veces, cuando estudiaba habilidades profesionales con los hermanos y hermanas, el supervisor nos pedía que compartiéramos nuestras ideas, y yo no podía evitar ponerme nerviosa y no me atrevía a compartir, por miedo a no expresarme con claridad. Unas cuantas veces, no me quedó más remedio que compartir después de que el supervisor me llamara por mi nombre. Al compartir, estaba tan nerviosa que me cambió la voz, y cuanto más hablaba, más caliente se me ponía la cara. Al final, no pude hablar con claridad y me sentí muy avergonzada. Pensé: “¿Por qué soy tan inútil? Solo estoy expresando mis opiniones, ¿por qué es tan difícil y estresante? Ni siquiera puedo hablar con claridad, ¡qué idiota soy!”. Al ver a las hermanas con las que colaboraba compartir de forma tan natural y fluida, sentí mucha envidia: “¿Por qué no tengo esa confianza y ese valor? ¿Por qué me cuesta tanto hablar o expresar mis ideas?”. Más tarde, el supervisor dispuso que yo fuera líder del equipo. Pensé para mis adentros: “Soy introvertida y no se me da bien hablar, y cuando hay mucha gente, no me atrevo a decir nada. Si los hermanos y hermanas tienen preguntas y no puedo responderles con claridad, ¿no sería muy incómodo?”. Solo quería que el supervisor buscara a otra persona y yo prefería quedarme tranquila como miembro del equipo. Pero tenía miedo de que el supervisor se llevara una mala impresión de mí si rechazaba el deber, así que deseché esa idea. Después, al dar seguimiento al trabajo de los hermanos y hermanas, seguía sintiéndome intimidada, y cuando me hacían preguntas, siempre quería que otros respondieran, pues temía no explicar las cosas con claridad o no poder resolver sus problemas. Cuando no podía evitarlo, me obligaba a decir unas cuantas palabras, pero seguía estando muy nerviosa. Al verme así, me sentía muy frustrada, y me di cuenta de que este estado estaba afectando gravemente mi comunicación normal con los demás y mi capacidad para cumplir con mis deberes. Si no cambiaba esto pronto, me volvería cada vez más pasiva en mis deberes y, sin duda, esto retrasaría el trabajo. Así que, conscientemente, busqué la verdad para resolver mis problemas.

Un día, leí las palabras de Dios: “No importa lo que les ocurra, cuando los cobardes se encuentran con alguna dificultad, reculan. ¿Por qué lo hacen? Un motivo es su sentimiento de inferioridad. Como se sienten inferiores y no se atreven a presentarse ante la gente, ni siquiera pueden contraer las obligaciones y responsabilidades que les corresponden, ni pueden asumir lo que realmente son capaces de lograr dentro del ámbito de su propia capacidad y calibre y del de la experiencia de su propia humanidad. Este sentimiento de inferioridad afecta a todos los aspectos de su humanidad, afecta a su integridad y, por supuesto, también afecta a su personalidad. Cuando están rodeados de otras personas, rara vez expresan sus propias opiniones, y casi nunca los oyes aclarar su propio punto de vista u opinión. En cuanto se encuentran con un problema, no se atreven a hablar, sino que constantemente se retraen y dan marcha atrás. En aquellos momentos en los que hay poca gente, se sienten valientes para sentarse entre ellos, pero cuando hay mucha, buscan un rincón y se dirigen hacia donde apenas da la luz, sin atreverse a mezclarse con los demás. Siempre que sienten que les gustaría decir algo de un modo positivo y activo y expresar sus propios puntos de vista y opiniones para demostrar que lo que piensan es correcto, no tienen siquiera el valor de hacerlo. Cuandoquiera que tienen esas ideas, su sentimiento de inferioridad aflora de golpe y los controla, los ahoga y les dice: ‘No digas nada, no sirves para nada. No expreses tus puntos de vista, guárdate tus ideas para ti. Si en tu corazón albergas algo que realmente quieras decir, anótalo en el ordenador y mastícalo tú solo. No debes permitir que nadie más lo sepa. ¿Y si te equivocas? ¡Sería muy embarazoso!’. Esta voz sigue diciéndote que no hagas o digas esto o aquello y hace que te tragues cualquier palabra que quieras decir. Cuando deseas decir algo que llevas mucho tiempo pensando, te bates en retirada y no te atreves a decirlo, o te avergüenzas de hacerlo, creyendo que no deberías; y si lo haces, sientes como si hubieras infringido alguna regla o vulnerado la ley. Y cuando un día expresas de forma activa tu propia opinión, en el fondo te sientes incomparablemente perturbado e inquieto. Aunque esta enorme sensación de malestar se desvanece poco a poco, tu sentimiento de inferioridad asfixia lentamente las ideas, intenciones y planes que tienes de querer hablar, de querer expresar tus propios puntos de vista, de querer ser una persona normal igual que los demás. Los que no te entienden creen que eres una persona de pocas palabras, callada, de personalidad tímida, alguien a quien no le gusta destacar entre los demás. Cuando hablas delante de mucha gente, te sientes avergonzado y te ruborizas; eres algo introvertido y, en realidad, solo tú sabes que te sientes inferior. […] Aunque no pueda decirse que este sentimiento sea un carácter corrupto, ya ha causado un grave efecto negativo; daña seriamente su humanidad, causa un gran impacto negativo en las diversas emociones y en el habla y las acciones de su humanidad normal y trae consecuencias muy graves. La influencia menos importante radica en influir en su personalidad, sus predilecciones y sus ambiciones; la mayor, en afectar a sus objetivos y rumbo en la vida. A partir de las causas de este sentimiento de inferioridad, de su proceso y de las consecuencias que le trae a una persona, de cualquier modo que se mire, ¿no es algo de lo que la gente debería desprenderse? (Sí)” (La Palabra, Vol. VI. Sobre la búsqueda de la verdad. Cómo perseguir la verdad (1)). Después de leer las palabras de Dios, me di cuenta de que me sentía realmente inferior. El estado y las manifestaciones de este sentimiento de inferioridad que Dios dejaba en evidencia se manifestaban en mí. Mi corazón estaba atado por este complejo y siempre sentía que no daba la talla en muchas cosas. Al interactuar con la gente, si había muchas personas, me daba miedo hablar, o me escondía en un rincón y me quedaba en silencio. En mis deberes, cada vez que necesitaba expresar mis ideas, involuntariamente me ponía nerviosa, y mis pensamientos no se centraban en cómo colaborar con todos para cumplir bien mis deberes, sino que sentía que mi capacidad de expresión era pobre, que lo que decía no era preciso, y prefería que otros compartieran. Cuando tenía opiniones o ideas sobre ciertos asuntos, no paraba de dudar y pensar: “¿Debería hablar o no? ¿Es correcta mi opinión? ¿Los demás estarán de acuerdo conmigo? Olvídalo, mejor no digo nada. Es mejor solo escuchar las opiniones de los demás”. A menudo me influenciaban estos pensamientos, como si tuviera la boca sellada y la garganta bloqueada, lo que me impedía expresar mis opiniones y mi postura en muchas situaciones. El supervisor me pidió que fuera líder del equipo, y yo sabía que, al haber asumido este deber, debía cumplir con mis responsabilidades, pero cada vez que tenía que dar seguimiento al trabajo, no me salían las palabras, por miedo a no poder explicar las cosas con claridad y que los demás no entendieran. ¡Qué vergüenza sería! Así que siempre quería que alguien que se expresara mejor respondiera a las preguntas de los hermanos y hermanas, y yo solo escuchaba y asentía desde un lado. Como resultado, no podía cumplir con las responsabilidades que debía y me volví cada vez más pasiva en mis deberes. Este sentimiento negativo de inferioridad realmente tuvo un impacto enorme en mí, volviéndome cada vez más tímida y pasiva, e incluso incapaz de comunicarme normalmente con los demás. Perdí el sentido de la responsabilidad y el empuje, y me juzgaba negativamente y emitía veredictos sobre mí misma cada vez más, y mis ganas de retraerme se hacían cada vez más fuertes. Vi lo doloroso que era estar atada y limitada por este complejo de inferioridad.

Después, busqué soluciones para este problema y leí las palabras de Dios: “En apariencia, la inferioridad es una emoción que se manifiesta en la gente, si bien, en realidad, la causa fundamental de esto es la corrupción de Satanás, el entorno en el que viven las personas y las propias razones objetivas de la gente. Toda la especie humana se halla bajo el poder del maligno, hondamente corrompida por Satanás, y nadie enseña a la próxima generación de acuerdo con la verdad y las palabras de Dios, en cambio, se la enseña de acuerdo con las cosas que provienen de Satanás. Por tanto, la consecuencia de enseñar a la próxima generación y a la humanidad las cosas de Satanás, además de la corrupción de las actitudes y la esencia de las personas, es que se provoca que surjan en ellas emociones negativas. Si estas son temporales, no tendrán un efecto excesivo en la vida de una persona. Sin embargo, si una emoción negativa se arraiga en lo más hondo del corazón y el alma de alguien y queda indeleblemente adherida allí, si la persona es del todo incapaz de olvidarla o deshacerse de ella, entonces sin duda afectará a cada una de sus decisiones, al modo en el que afronte a toda clase de personas, acontecimientos y cosas, a sus elecciones cuando se enfrente a importantes cuestiones de principios, y a la senda que recorrerá en su vida; ese es el efecto que la sociedad humana real tiene en todas y cada una de las personas. El otro aspecto es el de las propias razones objetivas de cada uno. Es decir, la educación y las enseñanzas que las personas reciben a medida que se hacen mayores, todos los pensamientos, ideas y maneras de comportarse que aceptan, además de los diversos dichos humanos; todos provienen de Satanás, hasta un punto en que las personas no tienen la capacidad de gestionar y disipar estos problemas con los que se encuentran desde la perspectiva y el punto de vista correctos. Por tanto, sin saberlo, bajo la influencia de este entorno hostil, y estando oprimido y controlado por él, el hombre no puede hacer otra cosa que desarrollar diversas emociones negativas y utilizarlas para intentar resistirse a problemas que no tiene capacidad de resolver, cambiar o disipar. Tomemos como ejemplo la emoción de inferioridad. Tus padres, tus maestros, tus mayores y otros a tu alrededor tienen una valoración poco realista de tu calibre, humanidad e integridad, y esto acaba por atacarte, perseguirte, sofocarte, encadenarte y atarte. Al final, cuando no te quedan fuerzas para seguir resistiéndote, tu única elección posible es elegir una vida en la que acatas en silencio los insultos y la humillación, aceptando callado, en contra de tu propia convicción, esta clase de realidad injusta y parcial. Cuando aceptas esta realidad, las emociones que acaban surgiendo en ti no son alegres, satisfactorias, positivas ni progresivas; no vives con mayor motivación y rumbo, y mucho menos buscas las metas acertadas y correctas para la vida humana, sino que, en su lugar, surge en ti una profunda emoción de inferioridad. Cuando esta emoción aparece en ti, sientes que no tienes a dónde ir. Cuando te topas con un asunto que te requiere expresar un punto de vista, consideras innumerables veces lo que quieres decir y el punto de vista que deseas expresar en el fondo de tu corazón, y sin embargo continúas sin atreverte a decirlo en voz alta. Cuando alguien expresa el mismo punto de vista que tú defiendes, te permites sentir un poco de reafirmación en tu interior, una confirmación de que no eres peor que los demás. Sin embargo, cuando la misma situación vuelve a ocurrir, te sigues diciendo: ‘No puedo hablar de manera informal ni hacer nada imprudente o convertirme en un hazmerreír. No valgo para nada, soy estúpido, soy necio, soy idiota. He de aprender a esconderme y limitarme a escuchar, sin decir nada’. A partir de esto, podemos ver que, desde el momento en que la emoción de inferioridad surge y hasta que se arraiga profundamente en lo más hondo del corazón de una persona, ¿acaso no se le priva entonces de su libre albedrío y de los derechos legítimos que Dios le ha concedido? (Sí). Se le ha privado de estas cosas(La Palabra, Vol. VI. Sobre la búsqueda de la verdad. Cómo perseguir la verdad (1)). Tras leer las palabras de Dios, empecé a reflexionar sobre por qué era tan tímida y tenía ese complejo de inferioridad, y no pude evitar pensar en mi pasado. De niña, para evitar el censo de planificación familiar, me crié en casa de mi abuela, y a menudo tenía que correr y esconderme con ella. Esto dejó una sombra en mi corazón y me volví muy tímida. Como mis padres no estaban cerca, una señora vecina se burlaba de mí llamándome “una pequeña don nadie”, y los niños de mi edad también se burlaban diciendo que era una niña sin madre. Sentía que vivía bajo un cielo gris y sin sol, y me sentía muy sola y reprimida, pensaba que era diferente a los otros niños. Ellos tenían a sus padres a su lado, pero yo no. Después de todo esto, no me gustaba salir, tenía miedo de relacionarme con la gente y me volví cada vez más callada. Cuando empecé la escuela, como era tímida y sentía una gran inseguridad, rara vez hablaba con mis compañeros durante los recreos. Los veía charlar, reír y jugar después de clase, pero yo solo podía observarlos y envidiarlos, sentía siempre que era diferente a ellos. Una experiencia que me marcó profundamente ocurrió durante una clase de chino. Como mi voz era muy baja cuando respondí a una pregunta, la profesora dijo en tono de burla: “Debería conseguirte un megáfono”. Apenas lo dijo, toda la clase estalló en carcajadas. En ese momento, me sentí como el hazmerreír de toda la clase y solo quería esconder la cara. Por mis notas mediocres y el desdén de la profesora, después de ser ridiculizada de esa manera, mi autoestima quedó gravemente herida. Al volver a casa de mis padres, veía que discutían a menudo, y me sentía aún más reprimida y sola. Como estuve atrapada en este estado emocional durante mucho tiempo, tenía que digerir muchos pensamientos y sentimientos yo sola, en mi corazón. Como siempre estaba callada y parecía torpe al tratar con la gente o en distintas situaciones, mis padres se sentían enojados e impotentes conmigo, y me decían: “¿Eres tonta? ¡Ni siquiera sabes hablar bien, qué torpe eres para hablar!”. Con el tiempo, empecé a aceptar que no servía para nada y que no se me daban bien las palabras. Esos calificativos se me pegaron como etiquetas, y me dejaron con un duradero complejo de inferioridad. Incluso ahora, cuando en mis deberes necesitaba expresar mis opiniones, aunque claramente tenía ideas y puntos de vista, me daba demasiado miedo hablar, siempre temía que mis palabras no fueran adecuadas y me las rechazaran, lo que me haría parecer aún peor. Pero en realidad, muchas de mis opiniones y sugerencias demostraron más tarde ser adecuadas y dignas de ser consideradas. Al reflexionar sobre estas cosas, empecé a entender más claramente las razones de mi complejo de inferioridad. Debido a la influencia de las circunstancias externas, constantemente me había juzgado de forma negativa y había emitido veredictos sobre mí misma y, con el tiempo, perdí la iniciativa. Tanto en mi comunicación con los demás como en el cumplimiento de mis deberes, me volví cada vez más pasiva y tímida.

Más tarde, leí las palabras de Dios: “Con independencia de la situación que haya provocado tu emoción de inferioridad, o de quién o qué lo haya provocado, debes albergar la comprensión correcta con respecto a tu propio calibre, tus puntos fuertes, tus talentos y tu propia calidad humana. No está bien sentirse inferior ni tampoco superior, ambas son emociones negativas. La inferioridad puede limitar tus acciones, tus pensamientos e influir en tus opiniones y puntos de vista. Del mismo modo, la superioridad también produce este efecto negativo. Por tanto, ya se trate de inferioridad o de otra emoción negativa, debes comprender adecuadamente las interpretaciones que conducen al surgimiento de esta emoción. En primer lugar, debes entender que esas interpretaciones son incorrectas, y tanto si se refieren a tu calibre, a tu talento o calidad humana, las evaluaciones y conclusiones que sacan sobre ti son siempre erróneas. Entonces, ¿cómo puedes evaluarte y conocerte con precisión, y escapar de la emoción de inferioridad? Debes tomar las palabras de Dios como base para obtener conocimiento sobre ti mismo, para averiguar cómo son tu humanidad, tu calibre y tu talento, y qué puntos fuertes tienes. […] En este tipo de situación, debes realizar una correcta evaluación y valorarte a ti mismo, de acuerdo con las palabras de Dios. Debes constatar lo que has aprendido y dónde están tus puntos fuertes, y lanzarte a hacer lo que sabes hacer. En cuanto a las cosas que no sabes hacer, tus carencias y deficiencias, debes reflexionar sobre ellas y conocerlas, y también debes evaluar con precisión y saber cómo es tu calibre, además de si es bueno o malo. Si no puedes comprender o lograr un conocimiento claro de tus propios problemas, entonces pídeles a las personas con entendimiento que te rodean que emitan una valoración sobre ti. Al margen de que lo que digan sea o no exacto, al menos te servirá de referencia y te permitirá tener un juicio o caracterización básica de ti mismo. Entonces podrás resolver el problema esencial de la emoción negativa de inferioridad y salir poco a poco de ella. La emoción de inferioridad se resuelve con facilidad si uno puede discernirla, abrir los ojos ante ella y buscar la verdad(La Palabra, Vol. VI. Sobre la búsqueda de la verdad. Cómo perseguir la verdad (1)). Después de leer las palabras de Dios, encontré el camino para desprenderme de mi complejo de inferioridad. Consistía en evaluarme a mí misma de forma objetiva y justa basándome en las palabras de Dios. No podía seguir hundiéndome en esos viejos recuerdos, limitada por las sombras del pasado y las valoraciones erróneas que otros hacían de mí, hasta el punto de dejar que esas cosas controlaran mis pensamientos y mi vida. Debía medirme y evaluarme según las palabras de Dios, y ver mis fortalezas y debilidades correctamente. También podía tener en cuenta las valoraciones de quienes me rodeaban para juzgarme a mí misma con objetividad. Recordé cómo me evaluaban los hermanos y hermanas con los que colaboraba. Decían que mi calibre era promedio, que mi entendimiento no era desviado, que tenía mis propias ideas al enfrentar las situaciones, y que tenía sentido de la carga y responsabilidad en mis deberes. Vi que, aunque no era muy capaz ni astuta, y no tenía un calibre muy alto, tampoco era alguien de calibre bajo o sin ideas propias. Además, mis hermanos y hermanas no me despreciaban por ser introvertida y no saber hablar bien. Al contrario, cuando me ponía nerviosa y no podía expresarme con claridad, me ayudaban a aclarar y complementar lo que intentaba decir. Esto me hizo sentir la ayuda genuina entre hermanos y hermanas, sin menosprecio ni desdén.

Más tarde, leí más palabras de Dios: “Las personas que viven en la humanidad normal están además restringidas por muchos instintos y necesidades corporales. […] A veces, las personas puede que se vean limitadas por sentimientos y necesidades corporales, así como a veces puede que estén sujetas a las restricciones de los instintos corporales o a las de tiempo y personalidad; esto es normal y natural. Por ejemplo, hay quienes han sido bastante introvertidos desde la infancia; no les gusta hablar y les cuesta asociarse con los demás. Incluso ya adultos, en la treintena o con cuarenta y tantos años, siguen sin sobreponerse a esta personalidad. Todavía no se les dan bien los discursos y las palabras; asociarse con los demás tampoco es lo suyo. Después de convertirse en líderes, este rasgo de la personalidad limita e impide su trabajo en cierto grado y eso a menudo les causa angustia y frustración, de modo que les hace sentir muy constreñidos. La introversión y que hablar no sea de su agrado son manifestaciones de humanidad normal. Siendo así, ¿las considera Dios transgresiones? No, no son transgresiones, y Dios las tratará de la manera correcta. Sean cuales sean tus problemas, defectos o fallos, ninguno supone un inconveniente a ojos de Dios. Él solo se fija en cómo buscas la verdad, la practicas, actúas de acuerdo con los principios-verdad y sigues el camino de Dios bajo las condiciones inherentes de la humanidad normal; en esto se fija Él(La Palabra, Vol. VII. Sobre la búsqueda de la verdad. Cómo perseguir la verdad (3)). Tras leer las palabras de Dios, sentí una gran claridad en mi corazón. Siempre me había despreciado por ser introvertida y no saber hablar bien, y a menudo mis compañeros de clase y de trabajo me habían subestimado y menospreciado, pero Dios dice que esas cosas son manifestaciones de una humanidad normal. Finalmente, entendí que ser introvertida y no saber hablar bien no es un error, y no es algo de lo que avergonzarse. La personalidad innata de una persona no se puede cambiar, y la obra de Dios no tiene como objetivo cambiar la personalidad de una persona, ni convertir a los introvertidos en extrovertidos, ni a los que no saben hablar bien en oradores elocuentes. Más bien, la obra de Dios se centra en purificar y cambiar el carácter corrupto de una persona, y Dios no condena las carencias y deficiencias de la humanidad normal. Lo que Dios mira es si una persona puede perseguir la verdad, y si puede escuchar Sus palabras y practicar de acuerdo con ellas. Al entender esto, dejé de sentirme afligida por mi personalidad introvertida o mi poca habilidad para hablar, y dejé de despreciarme a mí misma. Debo tratar mis carencias correctamente, y cuando tenga que expresar mi opinión, no debo pensar siempre: “No puedo hacerlo. Soy introvertida y no sé hablar bien”, sino que debo cumplir con mis responsabilidades y actuar según los principios. En adelante, al cumplir mis deberes, practiqué conscientemente de acuerdo con las palabras de Dios.

Más tarde, al dar seguimiento al trabajo, noté que algunos hermanos y hermanas estaban pasivos en sus deberes. Pensé en animarlos, pero cuando estaba a punto de enviar un mensaje, me preocupé y pensé: “¿Cómo debería decirlo? ¿Responderán de forma activa al mensaje? Si me hacen preguntas y no puedo responderles con claridad, ¡qué incómodo sería!”. Al pensar así, no me atreví a enviar el mensaje. Me di cuenta de que, una vez más, estaba atada por mi complejo de inferioridad. Pensé en las palabras de Dios que había leído unos días antes: “Sean cuales sean tus problemas, defectos o fallos, ninguno supone un inconveniente a ojos de Dios. Él solo se fija en cómo buscas la verdad, la practicas, actúas de acuerdo con los principios-verdad y sigues el camino de Dios bajo las condiciones inherentes de la humanidad normal; en esto se fija Él(La Palabra, Vol. VII. Sobre la búsqueda de la verdad. Cómo perseguir la verdad (3)). En ese momento, sentí que tenía una dirección y una senda. Independientemente de si mis hermanos y hermanas respondían de forma activa, yo debía cumplir con mi responsabilidad. Así que les envié un mensaje para instarlos en su trabajo. Cuando me hicieron algunas preguntas, respondí con lo que sabía, y practicar de esta manera me hizo sentir en paz. Experimenté que las palabras de Dios son verdaderamente la dirección y el criterio de cómo deben actuar las personas.

Más tarde, una hermana me recordó que reflexionara: aparte de estar afectada por el complejo de inferioridad, ¿qué actitudes corruptas me estaban limitando cuando siempre estaba pasiva y me echaba atrás en mi deber? La hermana me envió un pasaje de las palabras de Dios: “La familia no solo condiciona a la gente con uno o dos dichos, sino con una sarta completa de citas y aforismos bien conocidos. En tu familia, por ejemplo, ¿mencionan los ancianos y padres a menudo el dicho ‘El hombre deja su reputación allá por donde va, de la misma manera que un ganso grazna allá por donde vuela’? (Sí). Lo que quieren decir es: ‘La gente debe vivir por el bien de su reputación. Las personas no deben buscar otra cosa en la vida que forjarse una buena reputación y dejar una buena impresión en la mente de los demás. Hables con quien hables, dile solo palabras agradables, halagadoras y amables, y no ofendas a nadie. Más bien, haz más cosas buenas y actos de bondad’. Este particular efecto condicionante ejercido por la familia tiene cierto impacto en el comportamiento o los principios de conducta de las personas, lo que da lugar de manera inevitable a que concedan gran importancia a la fama y el provecho. Es decir, otorgan gran importancia a su propia reputación, a su prestigio, a la impresión que crean en la mente de los demás y a cómo evalúan estos todo lo que hacen y todas las opiniones que expresan. La gente concede gran importancia a la fama y el provecho, así que las palabras de esos dichos conocidos y principios para lidiar con las cosas de la cultura tradicional tienen un lugar preponderante en su corazón, hasta llegar a ocuparlo por completo. De manera imperceptible, llegan a considerar poco importante si realizan su deber conforme a la verdad y los principios, e incluso pueden abandonar por completo tales consideraciones. En su corazón, esas filosofías satánicas y dichos conocidos de la cultura tradicional, como ‘El hombre deja su reputación allá por donde va, de la misma manera que un ganso grazna allá por donde vuela’, se vuelven especialmente importantes. […] Nada de lo que haces es en aras de practicar la verdad ni para satisfacer a Dios, sino por el bien de tu propia reputación. Así pues, en la práctica, ¿en qué se ha convertido todo lo que haces? En un acto religioso. ¿Qué ha sido de tu esencia? Te has convertido en el arquetipo de un fariseo. ¿En qué se ha convertido tu senda? En la senda de los anticristos. Así es como Dios la califica. Por lo tanto, se ha manchado la esencia de todo lo que haces, ya no es la misma; no practicas ni persigues la verdad, sino que buscas la fama y el beneficio. En última instancia, en lo que respecta a Dios, el cumplimiento de tu deber, en pocas palabras, no es acorde al estándar. ¿Por qué? Porque te dedicas solo a tu propia reputación, en lugar de a lo que Dios te ha encomendado o a tu deber como ser creado. […] Porque la esencia de todo lo que haces es solo por el bien de tu reputación, y su único fin es poner en práctica el dicho ‘El hombre deja su reputación allá por donde va, de la misma manera que un ganso grazna allá por donde vuela’. No persigues la verdad, y ni tú mismo te das cuenta de ello. Crees que ese dicho no tiene nada de malo, ¿por qué no debería la gente vivir por el bien de su reputación? Ese dicho tan común asegura que ‘El hombre deja su reputación allá por donde va, de la misma manera que un ganso grazna allá por donde vuela’. Parece algo muy positivo y legítimo, así que de manera inconsciente aceptas su efecto condicionante y lo consideras algo positivo. Una vez que consideras este dicho como algo positivo, inconscientemente lo estás persiguiendo y poniendo en práctica. Al mismo tiempo, sin saberlo y de forma confusa, lo interpretas erróneamente como el criterio-verdad. Cuando lo consideras el criterio-verdad, ya no escuchas lo que Dios dice ni eres capaz de entenderlo. Pones en práctica a ciegas el lema ‘El hombre deja su reputación allá por donde va, de la misma manera que un ganso grazna allá por donde vuela’, y obras de acuerdo con él, y lo que al final obtienes de ello es una buena reputación. Has conseguido lo que querías, pero al hacerlo has vulnerado y abandonado la verdad, y has perdido la oportunidad de salvarte(La Palabra, Vol. VI. Sobre la búsqueda de la verdad. Cómo perseguir la verdad (12)). Gracias a las palabras de Dios, me di cuenta de que siempre había estado profundamente influenciada por la idea de que “El hombre deja su reputación allá por donde va, de la misma manera que un ganso grazna allá por donde vuela”, y que siempre había valorado mucho mi reputación, preocupándome demasiado por lo que los demás pensaran de mí. Era como una marioneta, atada por el orgullo y el estatus. Pensé en que el hecho de que el supervisor me asignara como líder del equipo en realidad era una gran oportunidad para formarme. Comunicarme y aprender junto con los hermanos y hermanas era también una buena oportunidad para compensar mis carencias. Si mis opiniones eran incorrectas, los hermanos y hermanas podrían ayudarme a corregir cualquier desviación. Pero siempre estaba limitada por mi orgullo, y cuando veía que había mucha gente y tenía que compartir mis opiniones, mi primera reacción siempre era: “No puedo hacerlo”. Tenía miedo de exponer mis defectos, y de que los hermanos y hermanas se formaran una mala impresión de mí y me menospreciaran. Como resultado, no decía lo que debía decir ni cumplía con las responsabilidades que debía cumplir, lo que me hacía ser muy pasiva en el cumplimiento de mis deberes. Le daba demasiada importancia a mi orgullo y estatus personales. Para proteger mi orgullo y mi estatus, perdí muchas oportunidades de practicar la verdad y cumplir con mis responsabilidades, y perdí muchísimas oportunidades de recibir la obra del Espíritu Santo. Tenía que practicar la verdad conscientemente y dejar de vivir para el orgullo o el estatus.

Más tarde, por necesidades del trabajo, tuve que cumplir mis deberes en otro equipo, y el líder del equipo me pidió que diera seguimiento al trabajo de los hermanos y hermanas y que dirigiera las reuniones de grupo. Pensé para mis adentros: “No se me da bien hablar. Si no explico las cosas con claridad y los hermanos y hermanas no entienden, ¿acaso no hará que la gente me menosprecie?”. Me sentí un poco nerviosa e inquieta. Pero me di cuenta de que Dios había permitido que este deber me llegara para darme una carga y para que me formara más. Por lo tanto, acepté este deber. Al principio, cuando me reunía con los hermanos y hermanas, dirigía las reuniones en conjunto con mi compañera, y seguía nerviosa antes de compartir, preocupada de que si no compartía bien, los hermanos y hermanas me menospreciaran. Pero cuando pensé que ese era mi deber, me invadió un sentido de la responsabilidad y pude compartir con valentía. Aunque seguía nerviosa mientras compartía, después de unas cuantas reuniones, descubrí que tras reflexionar cuidadosamente en las palabras de Dios, ya no estaba tan nerviosa al compartir. Ya no me importaba demasiado si mi charla era buena o mala, y me sentí mucho más tranquila. El haber podido lograr este pequeño cambio fue el resultado de la guía de las palabras de Dios. ¡Gracias a Dios!

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