45. La familia y el matrimonio ya no son mi puerto seguro
Mi familia era muy pobre cuando era niña. Mi padre solo ganaba puntos de trabajo en el equipo de producción y no se preocupaba por los asuntos del hogar, por lo que mi madre no podía depender de él cuando la agraviaban o enfrentaba dificultades. Ella tenía que hacerse cargo de todo sola y sufrió mucho. Pensé: “Cuando me case, debo encontrar un hombre que sea dedicado a su familia, responsable y confiable o, al menos, alguien que me proteja y dé la cara por mí cuando enfrente dificultades”. Pero las cosas no salieron como esperaba. Después de casarnos, descubrí que mi esposo era irresponsable y completamente indiferente conmigo, por lo que el cuidado de nuestra hija y las tareas del hogar recayeron enteramente sobre mí. Más tarde, comenzó a tener sus amoríos y a menudo no volvía a casa por la noche. Realmente ya no podía soportarlo más y nos divorciamos. Después del divorcio, estaba a la deriva, no tenía a nadie en quien apoyarme, y me sentí completamente sola e indefensa. Anhelaba cada vez más un hogar estable, y a alguien que pudiera ayudarme en las dificultades y que estuviera dispuesto a escucharme. En 2006, conocí a mi actual esposo. Él era recto y amable, y aunque no era rico, me trataba muy bien y se preocupaba mucho por mí. Estaba dispuesto a escucharme, e incluso ayudó a pagar el seguro de mi hija. Me conmovió mucho, y sentí que era responsable y confiable, una persona en la que podía apoyarme. Poco después, nos casamos. Yo anhelaba profundamente este matrimonio. Para costear la educación de nuestra hija, abrimos una pequeña tienda. Mi esposo era muy trabajador y capaz, y pasara lo que pasara, siempre daba un paso al frente para encargarse de ello, de modo que yo nunca tuve que preocuparme ni sentirme agobiada. Estaba muy feliz, y sentí que finalmente tenía a alguien en quien confiar y un hogar estable.
En 2013, mi esposo y yo aceptamos la obra de Dios Todopoderoso en los últimos días. Asistíamos a las reuniones y leíamos juntos las palabras de Dios, y yo a menudo pensaba: “¡Qué bueno que creemos en Dios juntos y que nadie nos persigue ni se interpone en nuestro camino! En el futuro, ambos podremos ser salvos”. Estaba muy feliz. Pero, poco a poco, noté que mi esposo no perseguía la verdad, y que rara vez leía las palabras de Dios y se obsesionaba sin descanso con las personas y las cosas. En 2018, mi esposo dejó de creer. Desde entonces, parecía una persona completamente diferente y, cada vez que las hermanas venían a una reunión, él siempre ponía mala cara. Una vez, una hermana vino a casa para una reunión, y él inmediatamente la fulminó con la mirada y gritó: “¿Qué haces aquí? ¡Sal de aquí ahora mismo!”. La hermana no tuvo más remedio que irse rápidamente. Después, sin importar lo que yo dijera, él no escuchaba, y como tenía miedo de hacerlo enojar, ya no dije nada más. Pensé: “Antes teníamos una muy buena relación, así que no debería discutir con él sobre asuntos de fe, ya que esto afectará nuestra relación”. Más tarde, la líder de la iglesia tuvo que hacer arreglos para que yo asistiera a las reuniones en otro lugar. A veces, cuando volvía tarde de una reunión, mi esposo ponía cara larga y me criticaba por volver tan tarde, así que cada vez que iba a una reunión, siempre estaba limitada por el tiempo. Tenía miedo de que si volvía a casa y la comida no estaba lista, él se molestaría.
Una vez, durante una reunión, la líder estaba compartiendo las palabras de Dios y, al principio, pude escuchar con atención, pero a medida que se acercaba la hora de comer y veía que ella seguía sin intención de detenerse, sentí un nudo en el estómago: “¿Por qué no has terminado todavía? ¡Mira la hora que es! Todavía tengo que volver a casa y cocinar para mi esposo. Si llego tarde a casa, podríamos terminar discutiendo de nuevo. ¿Eso no tensaría aún más nuestra relación?”. Me puse tan ansiosa que no podía quedarme quieta ni escuchar lo que decía la hermana, y dije: “Ya es la hora”. Y la hermana tuvo que terminar rápidamente la reunión. Con expresión hosca, me fui de inmediato. Casi cada vez que volvía a casa después de una reunión, mi corazón estaba en vilo. Si al llegar a casa veía que mi esposo no estaba, mi ansiedad se disipaba, pero si él estaba en casa, me apresuraba nerviosamente a cocinar, con miedo de que se molestara. Cuanto más cedía ante él, peor se ponía, y si algo no salía como él quería o yo lo contrariaba diciendo algo incorrecto, se enfurecía. Decía: “Te pasas todo el día en reuniones y leyendo la palabra de Dios, ¿para qué puedo contar contigo? No tenemos el mismo espíritu ni la misma senda. ¡Tarde o temprano, tendremos que separarnos!”. Cuando oí a mi esposo decir que al final nos separaríamos, sentí miedo de volver a vivir sola. Pero tampoco quería dejar a Dios, y sentía un dolor inmenso. Pensé: “Trabajamos duro para finalmente construir un hogar perfecto, y él también me ha tratado bastante bien. Si realmente lo dejo, ¿podría seguir teniendo este tipo de vida?”. Para mantener unida a nuestra familia, me volví aún más cautelosa. A veces, cuando mi esposo estaba trabajando, prefería leer menos la palabra de Dios y echarle una mano, solo para mantenerlo contento. También me ocupaba de todas las tareas del hogar, preparaba tres comidas al día exactamente a su gusto, e incluso si decía cosas desagradables, no discutía, ya que no quería provocar otra pelea.
Una vez, dos hermanas vinieron a mi casa para hablar de algo conmigo, y mi esposo de repente salió furioso del dormitorio y las echó. Después, también me advirtió: “Basta de hermanas en casa. Si vuelven, llamaré a la policía”. Al ver que mi esposo intensificaba repetidamente su comportamiento y se propasaba cada vez más, pensé: “¿No me está obligando esto a renunciar a mi fe? No puedo abandonar mi fe, así que tal vez debería simplemente dejarlo”. Pero luego pensé: “¿Cómo podría vivir sola después de dejarlo?”. Realmente tenía miedo de vivir sola, y no podía soportar dejarlo. Varias veces, cuando mi esposo me pedía que lo ayudara con su trabajo, coincidía con mi hora de deber, y siempre elegía complacer a mi esposo y abandonar mi deber. A veces, cada vez que algo le disgustaba aunque fuera un poco, me criticaba y se burlaba de mí, hasta que un día no pude evitar replicar. Le dije: “Sabes que creer en Dios es algo bueno, entonces, ¿por qué sigues dificultándome las cosas? ¿Qué tiene de malo que asista a las reuniones y cumpla con mis deberes? ¿Acaso no hago todas las tareas del hogar? ¿Estarías más contento si fuera como otras, que siempre jugara al mahjong, me dedicara a la diversión y los placeres y descuidara nuestro hogar?”. Al verme discutir, se enfureció aún más, y levantó la voz, me fulminó con la mirada y dijo con ferocidad: “No me provoques. ¡Si realmente me haces enojar, tiraré todas tus cosas!”. Pensé: “¿No es este hombre un demonio? ¡Odia tanto a Dios como a la verdad!”. Entonces recordé las palabras de Dios: “Creyentes y no creyentes no son compatibles, sino que más bien se oponen entre sí” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Dios y el hombre entrarán juntos en el reposo). Mi esposo ya no creía en Dios. Ahora teníamos sendas y espíritus diferentes, y simplemente no podíamos entendernos. Él seguía intensificando su acoso contra mi fe, y yo a menudo pensaba en simplemente dejarlo, pero cuando pensaba en vivir sola y desolada después del divorcio, en que no tendría a nadie que me protegiera de las dificultades de la vida y en que la familia que tanto me había costado construir se haría añicos, simplemente no podía decidirme. En mi dolor, me presenté ante Dios en oración: “Oh, Dios, mi esposo me persigue cada vez con más severidad. Me siento limitada por él tanto en mis reuniones como en mis deberes. Siento un gran dolor en mi corazón y no sé qué hacer. En esta situación, ¿qué lecciones debo aprender? Por favor, esclaréceme, ilumíname y guíame”.
Durante mis devociones espirituales, leí las palabras de Dios: “Una vez casados, algunos están dispuestos a dedicarse al máximo a su vida matrimonial, y se disponen a esforzarse, luchar y trabajar duro por su unión. Algunos ganan dinero y sufren con desesperación y, desde luego, son todavía más los que confían la felicidad de su vida a su cónyuge. Creen que ser felices y dichosos en la vida depende de cómo sea su pareja, de si es buena persona, de si su personalidad y sus intereses coinciden con los suyos, de si es alguien que pueda llevar el pan a casa y sacar adelante una familia, cubrir sus necesidades básicas en el futuro y proporcionarles una familia feliz, estable y maravillosa, o reconfortarles cuando experimenten cualquier aflicción, tribulación, fracaso o contratiempo. A fin de constatar estas cosas, prestan especial atención a su pareja durante su convivencia juntos. Ponen gran cuidado y atención en observarla y anotar sus pensamientos, puntos de vista, palabras y conducta, así como cualquier movimiento que haga, además de cualquiera de sus puntos fuertes y debilidades. Recuerdan con detalle todos estos pensamientos, puntos de vista, palabras y conductas que revela su pareja en la vida, para así poder entenderla mejor. Al mismo tiempo, también esperan que esta los entienda mejor a ellos, y le permiten acceder a su corazón y entran a su vez en el suyo, para poder controlarse mejor el uno al otro, o para poder ser la primera persona en acudir al lado de su pareja cada vez que suceda algo, la primera en ayudarla, en ponerse en pie para apoyarla, en animarla y en ser su firme sostén. En semejantes condiciones de vida, el marido y la mujer rara vez intentan discernir qué clase de persona es su pareja, viven completamente sumergidos en los sentimientos que tienen hacia esta, los cuales usan para preocuparse por ella, tolerarla, sobrellevar todas sus faltas, defectos y aspiraciones, incluso hasta el punto de ponerse a su merced. Por ejemplo, un marido le dice a su mujer: ‘Tus reuniones duran mucho. Quédate media hora y luego vuelve a casa’. Ella responde: ‘Haré lo que pueda’. Como era de esperar, en la siguiente ocasión, pasa media hora en la reunión y se vuelve a casa. Entonces su marido le dice: ‘Eso está mejor. La próxima vez, preséntate y que te vean la cara, pero vuelve enseguida’. Ella responde: ‘Oh, ¡así que me echas mucho de menos! De acuerdo, haré lo que pueda’. En efecto, la siguiente vez que acude a una reunión, no lo decepciona, y vuelve a casa a los diez minutos aproximadamente. Su marido está muy contento y feliz, y exclama: ‘¡Eso está mejor!’. Si él quiere que vaya al este, ella no se atreve a ir al oeste; si él quiere que ría, ella no se atreve a llorar. Ve que está leyendo las palabras de Dios y escuchando himnos, y aborrece que lo haga, se siente disgustado y le dice: ‘¿De qué sirve que leas esas palabras y entones esas canciones todo el rato? ¿Puedes no hacer eso mientras estoy en casa?’. Ella responde: ‘Está bien, no las leeré más’. Ya no se atreve a leer las palabras de Dios ni a escuchar himnos. Ante las exigencias de su marido, acaba por comprender que a él no le gusta que crea en Dios ni que lea Sus palabras, así que le hace compañía cuando está en casa, ven la tele y comen juntos, charlan e incluso le presta sus oídos para que desahogue sus quejas. Se desvive por él con tal de que sea feliz. Cree que esas son las responsabilidades que le corresponden a un cónyuge. Entonces, ¿cuándo lee las palabras de Dios? Espera a que su marido se vaya, echa el cerrojo de la puerta y comienza a leer a toda prisa. Cuando oye que alguien está en la puerta, guarda rápido el libro y se asusta tanto que no se atreve a seguir leyendo. Al abrir, comprueba que no es su marido, que ha sido una falsa alarma, y sigue con su libro. Permanece en vilo, nerviosa y asustada, piensa: ‘¿Y si vuelve de verdad a casa? Lo mejor será que pare de leer de momento. Le voy a llamar para preguntarle dónde está y cuándo volverá’. Así que le llama y él contesta: ‘Hoy hay mucho trabajo, así que puede que no llegue a casa hasta las tres o las cuatro’. Eso la tranquiliza, pero ¿puede apaciguar su mente para ser capaz de leer las palabras de Dios? No, ya la tiene perturbada. Acude presurosa ante Dios para orar, ¿y qué es lo que dice? ¿Acaso confiesa que su creencia en Dios carece de fe, que le tiene miedo a su marido y que es incapaz de aplacar su mente para leer las palabras de Dios? Le parece que no puede decir tales cosas, así que calla ante Él. Sin embargo, cierra los ojos y junta las manos. Se calma y no se siente tan turbada, así que se pone a leer las palabras de Dios, pero estas no le calan. Piensa: ‘¿Por dónde iba leyendo? ¿Dónde me han llevado mis contemplaciones? He perdido el hilo por completo’. Mientras más lo piensa, más molesta e intranquila se siente: ‘Hoy ya no voy a leer más. No pasa nada si solo por esta vez no practico la devoción espiritual’. ¿Qué os parece? ¿Le va bien la vida? (No). ¿Es esto angustia o felicidad conyugal? (Angustia)” (La Palabra, Vol. VI. Sobre la búsqueda de la verdad. Cómo perseguir la verdad (11)). Lo que Dios dijo describía mi comportamiento exactamente. Siempre había considerado el matrimonio como un puerto seguro, y a mi esposo como alguien en quien podía apoyarme. De niña, vi lo difícil que era para mi madre ocuparse sola de la casa, y que mi padre no ayudaba en nada, y sentí que mi madre era verdaderamente digna de lástima, así que quise encontrar un hombre responsable en quien pudiera confiar. Pero, en contra de mis expectativas, mi primer esposo resultó ser irresponsable y carente de sentido del deber, y al final, nos divorciamos. Entonces viví una vida solitaria, llena de sufrimiento y sin apoyo alguno. Más tarde, conocí a mi actual esposo; él me quería mucho y me cuidaba. No tuve que preocuparme por los asuntos del hogar, e incluso pagó el seguro de mi hija, así que pensé que era responsable y digno de confianza. Como dice el refrán: “Una casa llena de hijos no es tan buena como un compañero encontrado más tarde en la vida”. Yo también estaba de acuerdo con este dicho. Aunque tengo una hija, puede que no pueda contar con ella en el futuro, así que todavía tenía que depender de mi esposo. Vi a mi esposo como mi apoyo para el resto de mi vida y como mi puerto seguro, así que para mantener esta familia, no me importaban las dificultades ni el agotamiento. Lo obedecía en todo para que no tuviera nada que criticarme, y mientras pudiéramos pasar el resto de nuestras vidas juntos así, estaba contenta. Incluso después de encontrar a Dios, seguí valorando mucho el matrimonio. Cuando mi esposo seguía obstaculizando mi fe, tenía miedo de que nuestro matrimonio se rompiera y de perder esta familia, so I siempre lo obedecía. Cuando prohibió que las hermanas vinieran a nuestra casa para las reuniones, temí que discutir con él afectara nuestra relación, así que lo obedecí y dejé de acoger en casa. Si una reunión se alargaba demasiado, me preocupaba llegar tarde a casa y retrasar la preparación de la comida para mi esposo, e incluso interrumpía a la líder antes de que terminara su plática, perturbando la reunión. Cuando mi deber entraba en conflicto con la armonía familiar, temía que mi esposo se enojara y que nuestra relación se viera afectada, así que siempre elegía complacerlo y abandonar mi deber. Para satisfacer a mi esposo, retrasé mi búsqueda de la verdad y perdí oportunidades de ganarla. No cumplí bien con el deber y la responsabilidad de un ser creado. Hice de mi esposo mi apoyo y lo obedecía en todas las cosas. Estaba pendiente de sus expresiones en todo momento en mi deber, él me limitaba y yo me sentía muy reprimida y agraviada. Un matrimonio así estaba lleno de problemas, no de felicidad. Seguí buscando: “¿Cómo debo abordar el matrimonio?”.
Más tarde, leí las palabras de Dios: “Dios ha ordenado para ti el matrimonio con el único fin de que aprendas a cumplir con tus responsabilidades, a vivir apaciblemente junto a otra persona y a compartir la vida con esta, y de que experimentes cómo es compartir vida con tu pareja y aprendas a gestionar todo aquello que os vayáis encontrando juntos, de modo que tu vida crezca en riqueza y diversidad. Sin embargo, Él no te vende al matrimonio y, por supuesto, no te vende a tu pareja como si fueras su esclavo. No eres su esclavo, del mismo modo que tu pareja tampoco es tu amo. Sois iguales, solo tienes las responsabilidades de una mujer o un marido hacia tu pareja, y una vez que cumples con ellas, Dios considera que eres un cónyuge acorde al estándar. No hay nada que tu pareja tenga y tú no, y no eres peor que ella. […] En lo que a relaciones físicas se refiere, aparte de tus padres, tu cónyuge es lo más cercano que tienes en este mundo. No obstante, como crees en Dios, te trata como a un enemigo, te ataca y te hostiga. Se muestra contrario a que acudas a las reuniones y, en cuanto oye algún chisme, vuelve a casa para regañarte y tratarte mal. Incluso cuando estás orando o leyendo las palabras de Dios en casa sin que ello afecte para nada a su vida normal, te reprende y se enfrenta a ti igualmente, e incluso llega a golpearte. Decidme, ¿qué es eso? ¿Acaso no es un demonio? ¿Es esa la persona más cercana a ti? ¿Merece alguien semejante que cumplas ninguna responsabilidad hacia ella? (No). ¡Claro que no! Y, por tanto, algunas personas que permanecen en esa clase de matrimonio continúan a merced de su pareja, dispuestas a sacrificarlo todo, incluido el tiempo que deberían pasar cumpliendo con su deber, la oportunidad de llevar a cabo este e incluso la de obtener la salvación. No deberían hacer esas cosas, y como poco, deberían renunciar a tales ideas. […] el propósito de Dios al ordenar el matrimonio es que puedas tener una pareja, atravesar los altibajos de la vida y pasar por todas las fases de esta en su compañía, a fin de no estar ni sentirte solo en ninguna de ellas y de tener a alguien a tu lado en quien confíes tus pensamientos más profundos, que te consuele y te cuide. Sin embargo, Dios no usa el matrimonio para encadenarte ni atarte de pies y manos, de modo que no tengas derecho a elegir tu propia senda y te conviertas en esclavo de esa unión. Dios te ha ordenado el matrimonio, y lo que ha dispuesto para ti es una pareja, no un amo, y no quiere que estés confinado en tu relación, sin tus propias aspiraciones y metas en la vida, sin un rumbo correcto en tus búsquedas y sin derecho a buscar la salvación. Por el contrario, estés casado o no, el mayor derecho que Dios te ha concedido es el de perseguir tus propias metas, establecer una perspectiva de vida correcta y buscar la salvación. Nadie puede arrebatarte ese derecho ni interferir en él, ni siquiera tu cónyuge” (La Palabra, Vol. VI. Sobre la búsqueda de la verdad. Cómo perseguir la verdad (11)). Las palabras de Dios me conmovieron profundamente. Dios no quiere que perdamos nuestra dignidad o integridad por el matrimonio, ni que abandonemos nuestros deberes y responsabilidades y perdamos nuestra oportunidad de salvación. Dios tampoco quiere que estemos atados de pies y manos por el matrimonio y nos convirtamos voluntariamente en sus esclavos. Tenía que liberarme de las cadenas del matrimonio, y dejar de sentirme limitada y atada por mi esposo, ya que solo así podría vivir con dignidad e integridad. Sabía claramente que creer en Dios era la senda correcta en la vida, y que cumplir con el deber es la responsabilidad y obligación de un ser creado, pero vivía según los pensamientos y puntos de vista inculcados por Satanás. Creía que “El hombre es el cabeza de familia” y que “El matrimonio es un puerto seguro”. Al ver que mi esposo me trataba bien en la vida diaria, lo consideré mi pilar de apoyo. Y cuando intentó por todos los medios perseguirme y obstaculizarme en mis reuniones y deberes, para complacer a mi esposo, me convertí de buen grado en su esclava. Me afanaba sin quejarme para preparar tres comidas al día, siempre estaba pendiente de sus expresiones y lo obedecía en todo. Seguí cediendo por él, pero él simplemente seguía poniéndose peor, obstruyéndome y persiguiéndome constantemente. No solo me sentía limitada en las reuniones, sino que tampoco cumplía bien mi deber como ser creado. ¿Cómo podría vivir así con dignidad e integridad? Dios ordena el matrimonio para que las personas experimenten sus alegrías y dificultades, enriquezcan su experiencia vital, aprendan a manejar diversas personas, acontecimientos y cosas, y se apoyen y acompañen mutuamente como cónyuges en la vida. Dios no me vendió al matrimonio. No soy la esclava de mi esposo; somos iguales. Pero para mantener nuestro hogar, lo obedecía en todas las cosas, eludiendo mi deber, y casi pierdo mi oportunidad de salvación. ¡Fui tan tonta! En realidad, como esposa, hacía todas las tareas del hogar que podía, y ya había cumplido con mis responsabilidades como esposa, pero él a propósito me buscaba defectos y me dificultaba las cosas. Además, mi esposo alguna vez había creído en Dios y había leído Sus palabras, y sabía claramente que yo creía en el Dios verdadero, pero aun así hizo todo lo posible por obstaculizar mi fe y acosarme. Cuando veía a los hermanos y hermanas venir a nuestra casa, los echaba e incluso amenazaba con llamar a la policía para arrestarlos. Incluso quería destruir los libros de las palabras de Dios. Su esencia era la de un demonio que odiaba a Dios y se resistía a Él. Él no creía en Dios e iba por una senda hacia la destrucción, y quería que yo fuera al infierno con él. Vi que era extremadamente malévolo y carente de humanidad. No había discernido su esencia y, en cambio, cedía constantemente ante él, vivía sin dignidad e integridad, solo para mantener nuestro matrimonio. ¡Era verdaderamente lamentable! Si no despertaba y cambiaba de rumbo, y eludía mi deber y traicionaba a Dios por mi matrimonio, entonces no era digna de ser llamada un ser creado, y al final, Dios sencillamente me descartaría y destruiría. Al entender esto, tomé una decisión en secreto: “Ya no cederé más ante mi esposo. Si vuelve a intentar obstaculizar mi fe, lo dejaré y seguiré mi propia senda, y cumpliré bien mi deber como ser creado”.
En septiembre de 2023, una noche, después de volver de mi deber, mi esposo dijo enojado: “Tenemos que hablar. ¿Podemos seguir o no?”. Respondí: “Si podemos o no, depende de ti”. De repente, se enfureció como un loco y gruñó con crueldad: “¡Bien! ¡Cree todo lo que quieras! ¡Voy a quemar todos tus libros!”. Dicho esto, comenzó a revolver cajas y cajones, y antes de que pudiera reaccionar, sacó unos cuantos libros de la palabra de Dios y mi computadora. Alargué la mano para recuperar mi computadora, pero él se dio la vuelta y la estrelló. La escena fue como una redada policial, exponiendo plenamente su naturaleza demoníaca. Me aterraba que, con su ira, realmente destruyera los libros de la palabra de Dios, así que rápidamente oré a Dios en mi corazón. Después de eso, no destruyó los libros. Al poco rato, salió furioso y dijo que a partir de entonces se mudaría y viviría solo. Me arrodillé y clamé a Dios en oración: “Dios, no esperaba que mi esposo fuera tan malvado. He visto claramente su esencia demoníaca y ya no puedo tolerarlo más. Nuestro matrimonio se terminó. Pero, ¿adónde puedo ir si lo dejo? ¿Cómo puedo vivir sola? Siento mucho dolor; por favor, ayúdame”. Después de orar, recordé las palabras de Dios: “Desde el momento en el que llegas llorando a este mundo, comienzas a cumplir tus responsabilidades. Por el bien del plan de Dios y Su predestinación, desempeñas tu papel y emprendes tu viaje de vida. Sea cual sea tu trasfondo y sea cual sea el viaje que tengas por delante, en cualquier caso, nadie puede escapar de las orquestaciones y arreglos del Cielo y nadie puede controlar su propio sino, pues solo Aquel que es soberano sobre todas las cosas es capaz de llevar a cabo semejante obra. Desde que el hombre comenzó a existir en el principio, Dios siempre ha desempeñado Su obra de esta manera, gestionando el universo y dirigiendo las leyes del cambio para todas las cosas y la trayectoria de su movimiento. Como todas las cosas, el hombre, silenciosamente y sin saberlo, se alimenta de la dulzura, la lluvia y el rocío de Dios. Como todas las cosas, sin saberlo, el hombre vive bajo la orquestación de la mano de Dios. El corazón y el espíritu de las personas están en manos de Dios; todo lo que hay en su vida es contemplado por los ojos de Dios. Independientemente de si crees en todo esto o no, todas las cosas y cualquiera de ellas, ya estén vivas o muertas, se moverán, se transformarán, se renovarán y desaparecerán de acuerdo con los pensamientos de Dios. Así es como Dios tiene la soberanía sobre todas las cosas” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Dios es la fuente de la vida del hombre). Las palabras de Dios hicieron que, de golpe, me diera cuenta de que Dios es el Creador y el Soberano de todas las cosas. Dios gobierna y controla todo, y Dios nos dio la vida. Él guía nuestra vida diaria, velando por nosotros día y noche; nadie puede vivir sin Su provisión de vida, y solo Él es el sostén del hombre. Mi esposo es solo un insignificante ser creado, y todo lo suyo está en las manos de Dios. Ni siquiera puede controlar su propio porvenir, mucho menos el mío, así que, ¿cómo podría apoyarme en él? Al igual que cuando me desmayé por una enfermedad antes: impotente, todo lo que él pudo hacer fue quedarse al lado y preocuparse. Más tarde, cuando recuperé algo de conciencia, oré a Dios y poco a poco volví en mí. También pensé en mis vecinos, que llevaban veinte años casados y les iba bien. Pero cuando la esposa enfermó y quedó paralizada, el esposo la cuidó unos días y luego simplemente se marchó. Luego estaba mi sobrina: cuando recién se casó, ella y su esposo eran prácticamente inseparables, pero inesperadamente, después de que comenzaron un negocio y su vida mejoró, su esposo tuvo una aventura y se convirtió en una persona completamente diferente; incluso, cuando se divorciaron, peleó con ella por los bienes y la casa. A partir de estos hechos, me di cuenta de que no se puede confiar en las personas. Y aun así yo seguía queriendo confiar en mi esposo. ¡Había sido tan tonta, ciega y patética! Dios es mi Señor, Él es mi sostén, y en cuanto a la cantidad de sufrimiento y bendiciones que una persona experimenta en su vida, Dios ya lo ha predestinado todo. Después de dejar a mi esposo, ¿acaso mi futuro no estaría también bajo las orquestaciones de Dios? Solo tenía que someterme y encomendarle todo a Dios. Al pensar en esto, mi corazón ya no dolía tanto y gané algo de fe. Pronto encontré una casa adecuada y, finalmente, me liberé de las limitaciones y ataduras de mi esposo y viví una vida libre por mi cuenta.
Más tarde, mi corazón todavía no podía desprenderse de algunas cosas. No estaba dispuesta a aceptar que mi matrimonio, por el que tanto había trabajado, se hubiera desmoronado así, y que tendría que vivir una vida solitaria y desamparada cuando envejeciera. Por la noche, estos pensamientos llenaban mi mente y, mientras pensaba en ellos, se me empezaban a caer las lágrimas por la amargura. En mi dolor e impotencia, me presenté ante Dios en oración, y le pedí que me ayudara a despojarme de este estado. Leí las palabras de Dios: “Puedes tener esa clase de experiencia en todo tipo de matrimonios, puedes elegir seguir la senda correcta bajo la guía de Dios, cumplir la misión que Él te ha encomendado, dejar a tu cónyuge partiendo de tal premisa y motivación, y dar por concluida tu relación conyugal, y eso es algo que merece una felicitación. Hay al menos una cosa que vale la pena celebrar, y es que ya no eres esclavo de tu matrimonio. Has escapado de la esclavitud de este, y ya no tienes que preocuparte, sentir dolor ni luchar porque seas esclavo de tu matrimonio y quieras liberarte de él pero no seas capaz de hacerlo. A partir de ese momento, has escapado, eres libre, y eso es algo bueno. Dicho esto, espero que aquellos cuyas relaciones hayan terminado de manera dolorosa en el pasado y aún estén sumidos en las tinieblas de este asunto puedan de verdad desprenderse de su matrimonio, de las sombras que este te ha dejado, del odio, de la rabia e incluso de la angustia que te ha producido, y ya no sientas dolor ni rabia por todos los sacrificios y esfuerzos que hiciste por tu pareja y que esta te pagó con su infidelidad, su traición y su burla. Espero que dejes todo eso atrás, te alegres de no ser ya un esclavo de tu matrimonio, de no tener que hacer nada ni realizar sacrificios innecesarios por el amo que te esclavizaba, y en lugar de eso, bajo la guía y la soberanía de Dios, sigas la senda correcta en la vida, cumplas con tu deber como ser creado, y ya no estés contrariado ni tengas nada más de qué preocuparte. Por supuesto, no hay ya ninguna necesidad de preocuparse, inquietarse o angustiarse por tu cónyuge ni de ocupar la mente pensando en él. A partir de ahora todo irá bien, ya no necesitas discutir tus asuntos personales con él, ya no hace falta que te limite. Tan solo necesitas buscar la verdad, así como los principios y la base en las palabras de Dios. Ya eres libre y no eres esclavo de tu matrimonio. Es una suerte que hayas dejado atrás esa pesadilla, que te hayas presentado ante Dios genuinamente, que ya no te limite tu relación conyugal, y que dispongas de más tiempo para leer las palabras de Dios, asistir a reuniones y practicar la devoción espiritual. Eres completamente libre, sin tener que actuar de una determinada manera en función del estado de ánimo de nadie más, que escuchar ya las burlas de nadie ni que preocuparte por el estado de ánimo ni los sentimientos de nadie. Llevas vida de soltero, ¡es genial! Ya no eres un esclavo, puedes salir de ese entorno en el que tenías diversas responsabilidades que cumplir hacia la gente, puedes ser un auténtico ser creado, uno bajo el dominio del Creador, y cumplir con el deber que te corresponde como tal. ¡Qué maravilloso es hacer esto de una forma tan pura! Nunca más tendrás que discutir, preocuparte, molestarte, tolerar, soportar, sufrir o enfadarte por tu matrimonio, nunca más tendrás que vivir en ese ambiente odioso y en esa complicada situación. Es genial, todo eso es bueno y todo marcha bien” (La Palabra, Vol. VI. Sobre la búsqueda de la verdad. Cómo perseguir la verdad (11)). Cada frase de las palabras de Dios le dio calidez y consuelo a mi corazón. Leí este pasaje de Sus palabras entre lágrimas y sentí fortaleza en mi fuero interno. Estaba agradecida de que, bajo la guía de Dios, me liberé de las ataduras del matrimonio y escapé de las limitaciones de mi esposo. Estaba agradecida de que, bajo la guía de Dios, había emprendido la senda correcta en la vida y, a partir de entonces, podría cumplir diligentemente el deber de un ser creado y perseguir la verdad para alcanzar la salvación. Esto era algo bueno. Ya no debería afligirme ni sentir pena por haber perdido mi matrimonio.
Ahora estoy libre y ya no soy esclava del matrimonio, y ya no estoy controlada ni limitada por mi esposo. Cuando asisto a las reuniones, ya no tengo que apurarme a volver a casa para cocinar; puedo reunirme todo el tiempo que quiera, y puedo salir a cumplir mi deber cuando me plazca. ¡Qué maravilloso ser libre! Ya no tengo que estar intranquila, preocupada ni agobiada por las necesidades diarias de mi esposo, y ahora tengo más tiempo para perseguir la verdad, comer y beber las palabras de Dios, y cumplir el deber de un ser creado. Cuando surgen problemas en mis deberes, puedo aquietar mi corazón, reflexionar y buscar la verdad para resolverlos, lo que me ha llevado a tener algunos resultados en mi labor. Cada día tengo más tiempo para mis devociones espirituales, lo que me permite reflexionar sobre mis estados incorrectos y buscar prontamente las palabras de Dios para resolverlos; además, también me queda tiempo para escribir notas devocionales. Al mismo tiempo, al reflexionar sobre las palabras de Dios, he aprendido a discernir diferentes tipos de personas: quiénes son verdaderos creyentes y quiénes son incrédulos. Estas son cosas que antes no podría haber ganado. En el pasado, vivía según los pensamientos y puntos de vista de Satanás, dándole demasiada importancia al matrimonio. Veía a mi esposo como mi apoyo y seguía manteniendo mi matrimonio. Siempre cedía, y vivía con gran dolor y represión. Fue Dios quien me sacó de las ataduras del matrimonio, y fue Dios quien me permitió ganar algo de discernimiento sobre la esencia de mi esposo. ¡Gracias a Dios!