76. Por qué siempre tenía miedo de expresar mi opinión
En marzo de 2024, la supervisora vino a resumir los problemas y a hablar sobre el trabajo con nosotros. Cuando comentamos juntas un sermón, fui la primera en dar mi opinión, pero me equivoqué. Después, di otras dos opiniones seguidas, y también estaban mal. Esto me hizo sentir muy avergonzada, y me sentí muy avergonzada por haber cometido tantos errores en mi primer contacto con la supervisora. La hermana con la que trabajaba, aunque acababa de empezar a cumplir con este deber, pudo detectar algunos problemas, y yo, que llevaba tanto tiempo formándome, seguía sin ver las cosas correctamente. ¿Pensaría la supervisora que mi aptitud no era tan buena como la de la hermana nueva? Decidí que la próxima vez no me apuraría tanto a dar mi opinión. Tenía que esperarme a que todos hablaran y entonces compartiría yo. Así sería más seguro. Al día siguiente, mientras leíamos un sermón, medité sobre este con cuidado y encontré algunos problemas. Sin embargo, no estaba segura de si lo que veía era correcto, y pensé: “Esta vez tengo que ser más lista. Primero voy a escuchar cómo lo evalúan los demás para ver si los problemas que encontré son reales. Después, cuando me toque hablar, combinaré los puntos de vista de todos. Así, lo que diga será más fiable, y además, haré que todos piensen que soy capaz de detectar problemas, que tengo aptitud y que soy perceptiva, que no soy tan mala”. Pero el tiempo pasaba y nadie decía nada. Vi por el rabillo del ojo que seguían sumidas en sus pensamientos, y empecé a cavilar: “Aunque ya ha pasado un buen rato, no puedo ser la primera en hablar. Sería muy vergonzoso si me equivoco otra vez”. Así que fingí que también estaba pensando seriamente en el problema. Pasó mucho tiempo hasta que algunas hermanas empezaron a hablar. Cuando todas terminaron de dar su opinión, yo combiné sus puntos de vista con los míos y los expuse todos juntos. Mientras hablaba, estaba muy nerviosa, tenía miedo de que mi opinión fuera incorrecta y que volviera a quedar mal. Más tarde, el análisis de la supervisora estuvo bastante de acuerdo con mi opinión. Me alegré para mis adentros y sentí que por fin había logrado salvar el orgullo. Pero después de dos días, la supervisora se dio cuenta de que no participábamos activamente al hablar de los sermones; siempre procrastinábamos y nos demorábamos mucho, lo que retrasaba el trabajo. Expuso nuestros problemas. Pensé en que yo llevaba mucho tiempo cumpliendo este deber y además era la líder del equipo. Debería haber tomado la iniciativa para hablar y dirigir la discusión, pero no lo hice. ¿No era eso perder el tiempo y retrasar el trabajo? Más adelante, cuando volvimos a hablar de los sermones, participé activamente y compartí mis opiniones con entusiasmo; hablaba de todos los problemas que detectaba. Sin embargo, como no había reflexionado ni llegado a comprender mi carácter corrupto, a veces, cuando hablábamos sobre los sermones, no lograba calar algunos problemas, y mis comentarios eran parciales e incorrectos. Me sentía muy avergonzada y empecé a volverme pasiva otra vez, y esperaba para hablar hasta que fuera la última. Cada vez me daba más miedo hablar de los sermones; siempre temía que mis deficiencias quedaran al descubierto. Cada vez que daba mi opinión, sentía que me enfrentaba a un pelotón de fusilamiento, y hasta llegué a pensar en no querer cumplir más este deber.
Un día, mientras hablábamos sobre los problemas de los sermones, la supervisora me pidió por mi nombre que hablara primero. Permanecí en silencio. Entonces, me reprendió diciendo: “Tú eres la líder del equipo. ¿Por qué nunca tomas la iniciativa para hablar? ¿Es que no tienes opiniones o estás limitada por tu carácter corrupto?”. En ese momento me quedé tan aturdida que no supe reaccionar de inmediato. Después de meditarlo un rato, por fin me di cuenta de que no daba mi opinión primero por miedo a equivocarme y hacer el ridículo; temía que los demás se dieran cuenta de mi verdadera aptitud. Después, la supervisora buscó unas palabras de Dios para que las leyéramos. Dios dice: “Si tras cometer un error puedes tratarlo correctamente y eres capaz de permitir que todo el mundo hable de él, permites sus comentarios y que lo disciernan, así como puedes exponerte al respecto y diseccionarlo, ¿qué opinión tendrá todo el mundo de ti? Dirán que eres una persona honesta, porque tu corazón está abierto a Dios. Podrán ver tu corazón mediante tus acciones y comportamientos. Pero si intentas disfrazarte y engañar a todo el mundo, la gente te tendrá en poca estima y dirá que eres un necio y una persona poco prudente. Si no intentas fingir ni justificarte, si admites tus errores, todos dirán que eres honesto y prudente. ¿Y qué te convierte en prudente? Todo el mundo comete errores. Todo el mundo tiene fallos y defectos. Y en realidad, todo el mundo tiene el mismo carácter corrupto. No te creas más noble, perfecto y bondadoso que los demás; eso es ser totalmente irracional. Una vez que tengas claro el carácter corrupto de la gente y la esencia y el verdadero rostro de su corrupción, no intentarás cubrir tus propios errores ni les reprocharás a los demás los suyos; podrás afrontar ambas cosas correctamente. Solo entonces te volverás perspicaz y no harás necedades, lo cual te convertirá en prudente. Aquellos que no son prudentes son gente necia y siempre se obsesionan con sus pequeños errores mientras se esconden entre bastidores con sus tejemanejes. Es repugnante de presenciar. De hecho, lo que haces les resulta obvio al instante a otras personas, pero sigues actuando con total descaro. A los demás les parece la actuación de un payaso. ¿Acaso no es una tontería? Sí” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. Los principios que deben guiar la conducta propia de una persona). La supervisora compartió, y dijo: “Dios nos exige que, al cumplir con nuestros deberes, tengamos en cuenta los intereses de la casa de Dios. Por ejemplo, cuando comentamos los sermones, deberíamos tomar la iniciativa y hablar de todos los problemas que vemos, ser sinceros y abiertos, y aprender de las fortalezas de los demás para compensar nuestras debilidades. Aunque lo que compartamos no sea tan completo o detallado como lo de otros, al menos nuestra intención es la correcta, y en ese proceso estamos practicando la verdad. Si siempre estamos ocultándonos y disimulando, protegiendo y pensando en nuestros intereses personales, a Dios no le gustan las personas que actúan así. En realidad, ya llevamos un tiempo trabajando juntos y todos nos entendemos. Si cada vez que cometemos errores, seguimos ocultándolos y disimulando, pensando que, si no decimos nada, los demás no verán nuestras deficiencias, eso es muy tonto. No solo no progresarás en la comprensión del principio-verdad, sino que también entorpecerás el cumplimiento de tu deber. Y si esto sigue así por mucho tiempo, perderás la obra del Espíritu Santo”. Al escuchar la charla de la supervisora, me ardía la cara de vergüenza y sentí una punzada en el corazón. Llevaba mucho tiempo cumpliendo mi deber en este equipo, y sin importar cuántos problemas pudiera detectar, debería haberlos compartido abiertamente y con sinceridad, animando a todas a participar activamente en la discusión. Eso es ser considerado con el trabajo y también es una manifestación de practicar la verdad. Sin embargo, yo solo pensaba en mi propio orgullo, y no era capaz de tratar correctamente mis defectos. Creía que, si era la primera en expresar mis opiniones e ideas, mis deficiencias quedarían al descubierto y parecería que tenía poca aptitud. Por eso, esperaba a que todas dieran su opinión para luego combinarla con lo que yo entendía. De esa manera, lo que yo decía sonaba más completo y específico, para que la gente me admirara y yo quedara bien. Como líder del equipo, no tenía consideración con el trabajo. Cuando me equivocaba y sentía vergüenza, buscaba cualquier forma de ocultar mis errores y disimular para que nadie me descubriera. Como resultado, me quedaba esperando pasivamente mientras se discutían los problemas. Esto hacía perder el tiempo y retrasaba el avance del trabajo del equipo. Yo no estaba cumpliendo mi deber en absoluto. Al contrario, estaba usando la oportunidad de hablar de los sermones para lucirme y hacer que los demás me admiraran. Siempre era la última en dar mi opinión. Aunque así veía los problemas de una manera más completa y presumía de mis propias ideas, no podía descubrir mis propios defectos, e incluso pensaba que era muy buena para evaluar los problemas. En realidad, todas sabían bien cuál era mi aptitud, pero yo era como un payaso que se aplaude a sí mismo por su propia actuación. ¡Qué tonta fui, realmente!
Por la noche, acudí a Dios en oración y dije: “¡Oh, Dios! Hoy la supervisora dijo que yo era muy pasiva al hablar de los sermones, lo que hacía perder el tiempo y retrasaba el avance del trabajo. Me siento muy mal, y me doy cuenta de que todo este tiempo he vivido sumergida en el orgullo y el estatus. Pero todavía no entiendo mi propia corrupción. Te ruego que me guíes para reflexionar sobre mis problemas”. Después de orar, de repente recordé un pasaje de las palabras de Dios que había leído antes, así que lo busqué para meditar sobre este. Dios dice: “Hay quienes no suelen hablar porque su calibre es escaso, son ingenuos o carecen de pensamientos complejos, pero cuando los anticristos hablan poco no es por la misma razón; se trata de un problema de carácter. Rara vez hablan al encontrarse con otra gente y no expresan de buena gana sus opiniones acerca de cualquier asunto. ¿Por qué no? En primer lugar, porque no cabe duda de que carecen de la verdad y no pueden desentrañar las cosas. Si hablan, podrían cometer errores y quedar retratados. Temen que los menosprecien, así que fingen que son silenciosos y profundos, por lo que a los demás les resulta complicado evaluarlos, pues dan la impresión de ser sabios y distinguidos. Con esta fachada, nadie se arriesga a subestimar al anticristo y, al percibir su exterior en apariencia calmado y sereno, lo tienen incluso en mayor estima y no se atreven a menospreciarlo. Este es el aspecto retorcido y perverso de los anticristos. No expresan de buena gana sus opiniones porque la mayoría no coinciden con la verdad, sino que son meras nociones y figuraciones humanas que no son dignas de sacarse a colación. Así que permanecen en silencio. Por dentro esperan obtener algo de luz que puedan liberar para obtener admiración, pero ya que carecen de esta, se quedan callados y ocultos durante la enseñanza de la verdad, acechan en las sombras como un fantasma que espera su oportunidad. Cuando ven que otros hablan con luz, buscan maneras de hacerla suya y la expresan de otra manera a fin de presumir. Así de astutos son los anticristos. Hagan lo que hagan, se esfuerzan por destacar y ser superiores, ya que solo así se sienten complacidos. Si no se les presenta la oportunidad, primero pasan desapercibidos y se reservan sus opiniones. Esta es la astucia de los anticristos. Por ejemplo, cuando la casa de Dios publica un sermón, hay quienes dicen que parecen palabras de Dios, mientras que otros piensan que parece más bien una charla de lo Alto. Aquellos que son bastante cándidos dicen lo que piensan, pero los anticristos, aunque tengan una opinión al respecto, la mantienen oculta. Observan y están listos para seguir el punto de vista de la mayoría, pero en realidad ni ellos mismos son capaces de captarlo en profundidad. ¿Pueden estas personas tan escurridizas y astutas comprender la verdad o gozar de un discernimiento real? ¿Qué puede dilucidar alguien que no entiende la verdad? Nada. Hay gente que no puede dilucidar nada y, sin embargo, finge ser profunda; en realidad, carece de discernimiento y teme que los demás la desentrañen. La actitud correcta en tales situaciones es: ‘No podemos dilucidar este asunto. Como no lo conocemos, no hablemos a la ligera. Expresarse de manera incorrecta puede acarrear consecuencias negativas. Esperaré a ver qué dice lo Alto’. ¿Acaso no es eso hablar con honestidad? Es un lenguaje muy simple, no obstante, ¿por qué no lo dicen los anticristos? No quieren que los desentrañen, pues conocen sus propias limitaciones, pero en ello radica un despreciable propósito: que los admiren. ¿No es esto lo más repugnante?” (La Palabra, Vol. IV. Desenmascarar a los anticristos. Punto 6). Dios desenmascara a los anticristos como astutos y retorcidos. Cuando habitualmente no hablan mucho, no es porque sean ingenuos o no tengan ideas, sino porque simplemente no tienen la verdad y no pueden ver la esencia de las cosas. Sin embargo, fingen ser profundos para no revelar sus propias deficiencias. Esperan la oportunidad de robar las ideas y las percepciones de otros para exhibirse y presumir. ¡Su naturaleza es demasiado perversa! Mi estado era exactamente el que Dios desenmascaraba. Al ver que revelaba tantas deficiencias a pesar de llevar mucho tiempo cumpliendo deberes relacionados con textos, me preocupaba que mis hermanos y hermanas me menospreciaran, y tenía miedo de cometer más errores y volver a hacer el ridículo. Por eso, al discutir los problemas, aunque claramente tenía mis propias opiniones, no hablaba sobre ellas, e incluso fingía estar meditando seriamente. Retrasaba mi intervención a propósito hasta el final para poder combinar las opiniones de todas. De esa manera, aunque mi opinión fuera incorrecta, entonces todas nos habríamos equivocado también y yo no quedaría mal. Y si acertaba, lo que yo dijera sería mejor y más completo que lo de mis hermanas, lo que haría que todas vieran que, aunque soy joven, tengo aptitud y sé evaluar los problemas. Así podía quedar bien. De hecho, yo no veo los problemas de forma exhaustiva y mi aptitud es escasa, pero aun así no podía enfrentarlo con honestidad. Constantemente quería aparentar que tenía buena aptitud y que sabía evaluar los problemas, para así engañar y desorientar a la gente. ¡De verdad que fui muy perversa y falsa! Lo que había revelado era el carácter de un anticristo, que provoca el aborrecimiento y la repugnancia de Dios.
Durante mis devocionales, leí un pasaje de las palabras de Dios: “Cuando los ancianos de la familia te dicen a menudo que ‘El orgullo es tan necesario para la gente como respirar’, es para que le des importancia a quedar bien, vivas una vida respetable y no hagas cosas que te causen deshonra. Entonces, ¿guía este dicho a la gente de un modo positivo o negativo? ¿Puede conducirte a la verdad? ¿Puede llevarte a entenderla? (No). ¡Desde luego que no puede! Lo que Dios requiere de las personas es que sean honestas. Cuando has cometido una transgresión, has hecho algo malo o has llevado a cabo alguna acción que se rebela contra Dios y va en contra de la verdad, debes reflexionar sobre ti mismo, conocer tu error y diseccionar tus actitudes corruptas; solo así puedes llegar al verdadero arrepentimiento, y de ahí en adelante actuar de acuerdo con las palabras de Dios. ¿Qué clase de mentalidad necesitan poseer las personas para practicar ser honestas? ¿Hay algún conflicto entre la mentalidad requerida y el punto de vista ejemplificado por el dicho ‘El orgullo es tan necesario para la gente como respirar’? (Sí). ¿Qué conflicto hay? El objetivo de ese dicho es que las personas concedan importancia al hecho de vivir el lado alegre y colorido de la vida y de hacer cosas que las dejen en buen lugar —en vez de otras que sean malas o deshonrosas o de poner al descubierto su lado más desagradable— e impedir que vivan una vida que no es respetable ni digna. Por el bien de su propio orgullo, por pulir su propia imagen, uno no puede hablar de sí mismo como si fuera totalmente inútil, y menos aún hablarles a los demás sobre el lado oscuro y los aspectos más vergonzosos de uno, ya que una persona debe vivir una vida respetable y digna; para tener dignidad uno necesita orgullo y para tener orgullo uno necesita aparentar y levantar una fachada. ¿Acaso no se contradice eso con ser una persona honesta? (Sí). Cuando eres una persona honesta, ya has renunciado al dicho ‘El orgullo es tan necesario para la gente como respirar’. Si quieres ser una persona honesta, no le des importancia a tu imagen; la imagen de una persona no vale un céntimo. Ante la verdad, uno debe desenmascararse, no aparentar ni levantar una fachada. Uno debe revelar a Dios sus verdaderos pensamientos, los errores que ha cometido, los aspectos que vulneran los principios-verdad, etc., y también dejar al descubierto esas cosas ante sus hermanos y hermanas. No se trata de vivir por el bien del propio orgullo, sino más bien en aras de ser una persona honesta, perseguir la verdad, ser un verdadero ser creado, satisfacer a Dios y ser salvado. No obstante, cuando no entiendes esta verdad ni las intenciones de Dios, las cosas con las que tu familia te condiciona tienden a ser predominantes en tu corazón. Así que cuando haces algo malo, lo encubres y finges, pensando, ‘No puedo contarle esto a nadie y tampoco permitiré que nadie que lo sepa se lo cuente a los demás. Si alguno de vosotros lo cuenta, no dejaré que se vaya de rositas. Mi orgullo es lo primero. Vivir no sirve para otra cosa que no sea el propio orgullo, que es más importante que cualquier otra cosa. Si una persona no tiene orgullo, pierde toda su dignidad. Así que no puedes hablar con sinceridad, has de fingir y encubrir las cosas, de lo contrario, ya no tendrás orgullo ni dignidad, y tu vida carecerá de cualquier valor. Si nadie te respeta, no vales nada; no eres más que basura sin valor’. ¿Resulta posible lograr ser una persona honesta si se practica de esta manera? ¿Es posible ser completamente franco y diseccionarse a uno mismo? (No). Obviamente, al hacerlo estás acatando el dicho ‘El orgullo es tan necesario para la gente como respirar’ con el que tu familia te ha condicionado. Sin embargo, si te desprendes de ese dicho para perseguir y practicar la verdad, dejará de afectarte y ya no volverá a ser el lema o principio conforme al cual hagas las cosas, y en lugar de eso harás justo lo contrario al dicho ‘El orgullo es tan necesario para la gente como respirar’. No vivirás por el bien de tu orgullo ni de tu dignidad, sino en aras de perseguir la verdad, ser una persona honesta, buscar satisfacer a Dios y vivir como un auténtico ser creado. Si te atienes a este principio, te habrás desprendido de los efectos condicionantes que tu familia ejerce sobre ti” (La Palabra, Vol. VI. Sobre la búsqueda de la verdad. Cómo perseguir la verdad (12)). Después de leer las palabras de Dios, recordé que desde pequeña mi madre me enseñó que “en la vida hay que guardar las apariencias. Jamás debes mostrar tu lado malo a los de afuera. Si lo haces, la gente te menospreciará”. El veneno satánico: “El orgullo es tan necesario para la gente como respirar”, estaba profundamente arraigado en mi corazón. Yo creía que en la vida había que guardar las apariencias, y que, por nada del mundo, debía exponer mis propias deficiencias y defectos indiferentemente. Si lo hacía, me estaría rebajando y perdiendo integridad o dignidad. Dominada por estas ideas y opiniones, cuando estaba con gente, ponía especial atención en guardar las apariencias. Nunca exponía mis defectos y deficiencias, e incluso los disimulaba y encubría para proteger mi imagen. Por ejemplo, cuando estaba en la escuela, me importaba mucho lo que los demás pensaran de mí. Había algunas preguntas que claramente no entendía muy bien, pero, por miedo a quedar mal y rebajarme si preguntaba, aunque no las resolviera, no preguntaba. Y ahora, al cumplir con mi deber, pasaba lo mismo. Era obvio que, cuando todos discutíamos problemas juntos, era para intercambiar nuestras respectivas comprensiones y puntos de vista; y debíamos hablar tanto como entendiéramos. Eso es ser una persona honesta. Si todos se abren con sinceridad, cuanto más nos comuniquemos, más claros nos volveremos y veremos los problemas de forma más exhaustiva. Esto es bueno para el trabajo y también puede compensar nuestras propias deficiencias. Sin embargo, yo temía que cometer demasiados errores al cumplir mi deber me haría parecer de escasa aptitud. Para proteger mi imagen, hasta me costaba expresar mis opiniones. Tenía que darle mil vueltas a una frase en mi cabeza antes de decirla, por miedo a que un descuido me hiciera hacer el ridículo. Mi aptitud era claramente escasa, no veía los problemas de forma exhaustiva y, aun así, no era capaz de hablar de ello con sinceridad. Incluso quería robar las comprensiones y opiniones de los demás para apropiármelas y así lograr mi objetivo de que los demás me admiraran. Aun cuando la supervisora me pedía que dirigiera la charla, yo prefería perder el tiempo y retrasar el avance antes que compartir proactivamente. Cada vez que hablábamos de los sermones, tenía que pensar cómo hablar para guardar las apariencias, y expresar mi opinión era tan doloroso como enfrentarme a un pelotón de fusilamiento. Hasta llegué a pensar en abandonar mi deber. Para mí, guardar las apariencias era más importante que cumplir con mi deber y practicar la verdad. Vi que vivir según estos venenos satánicos me había vuelto particularmente egoísta y falsa. Siempre sentía que abrirme con sinceridad me exponía a hacer el ridículo, y que, si decía algo incorrecto, era algo muy vergonzoso y rebajante. Sin embargo, Dios no lo ve de esa manera. Dios quiere que seamos personas honestas, que expongamos nuestros verdaderos pensamientos sin reservas y que nos comuniquemos sobre todo lo que entendamos. Solo así podemos comportarnos con franqueza y vivir con dignidad e integridad. Por ejemplo, la hermana con la que trabajaba tampoco podía ver con claridad algunos problemas, pero era capaz de compartir sus propias opiniones y comprensiones para buscar y discutir con todas. La supervisora no la menospreció, sino que, al contrario, nos animó a todas a comunicarnos y discutir juntas, para aprender de las fortalezas de las demás y compensar nuestras debilidades. La hermana con la que trabajaba también veía sus propios problemas con más claridad, y todas sentimos que era honesta y sencilla. A todas les gustaban las personas así y las aprobaban. Pero yo, en cambio, para guardar las apariencias, al discutir los problemas siempre ocultaba mis propias ideas y opiniones, por miedo a que los demás vieran mis deficiencias y me menospreciaran. En realidad, todas sabían muy bien cuál era mi aptitud. Aunque yo hablara y revelara que tenía muchas deficiencias y defectos, podría remediarlos por medio de lo que compartieran todas las demás. De hecho, esa era una buena oportunidad para que yo entendiera la verdad. Sin embargo, por estar siempre guardando las apariencias, me volví negativa y pasiva, y perdí muchas oportunidades como esa. ¡Realmente me estaba perjudicando a mí misma!
Más tarde, seguí buscando sobre mis problemas, y la senda de práctica se volvió más clara. Leí las palabras de Dios: “Para ser una persona honesta, primero debes exponer tu corazón de modo que todos puedan mirarlo, ver todo lo que estás pensando y contemplar tu verdadero rostro. No debes tratar de disfrazarte ni encubrirte a ti mismo. Solo entonces confiarán los demás en ti y te considerarán una persona honesta. Esta es la práctica más fundamental y un prerrequisito para ser una persona honesta. Si siempre estás fingiendo, aparentando santidad, nobleza, grandeza y una gran calidad humana; si no permites que nadie vea tu corrupción y tus fallos; si presentas una falsa imagen de ti a las personas, para que crean que tienes integridad, que eres grande, abnegado, justo y desinteresado, ¿acaso no es esto engaño y falsedad? ¿No será capaz la gente de calarte, con el tiempo? Así que no te pongas un disfraz y no te encubras. En su lugar, ponte al descubierto y desnuda tu corazón para que los demás lo vean. Si puedes abrir tu corazón para que otros lo vean, si puedes exponer todos tus pensamientos y planes, tanto positivos como negativos, entonces ¿no es eso honestidad? […] Requiere un periodo de formación, así como oración frecuente a Dios y confianza en Él. Debes formarte para decir las palabras en tu corazón de un modo sencillo y sincero en todas las cosas. Con este tipo de formación, puedes progresar. Si te topas con una dificultad importante, debes orar a Dios y buscar la verdad; tienes que luchar dentro de ti y vencer la carne hasta que puedas poner en práctica la verdad. Al prepararte de este modo, tu corazón se abrirá poco a poco. Te volverás cada vez más puro, y los efectos de tus palabras y acciones serán distintos a los de antes. Tus mentiras y tretas disminuirán cada vez más y podrás vivir ante Dios. Entonces te habrás vuelto, en esencia, una persona honesta” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. La práctica más fundamental de ser una persona honesta). “Los honestos pueden asumir la responsabilidad. No se preocupan de sus propios beneficios y pérdidas, solo salvaguardan la obra y los intereses de la casa de Dios. Tienen un corazón bondadoso y honesto que es como un recipiente de agua cristalina cuyo fondo puede verse de un vistazo. También hay transparencia en sus actos” (La Palabra, Vol. V. Las responsabilidades de los líderes y obreros. Las responsabilidades de los líderes y obreros (8)). De las palabras de Dios entendí que, cuando nos comunicamos en las reuniones o discutimos el trabajo en la casa de Dios, debemos ser sinceros, abiertos y honestos. No debemos pensar en nuestro propio orgullo o en nuestros intereses, ni disimular o encubrirnos. Al cumplir con nuestro deber, si vemos algún problema, debemos abrirnos y hablar de ello y atrevernos a expresar nuestras opiniones. Esto es bueno para el trabajo de la iglesia, y los hermanos y hermanas podemos complementarnos mutuamente. Antes, siempre estaba constreñida por mi orgullo y no me atrevía a expresar mis opiniones, lo que retrasaba el avance una y otra vez. Como resultado, no hice ningún progreso al cumplir con mi deber. Cada vez que hablábamos de los sermones, sentía que me enfrentaba a un pelotón de fusilamiento; sentía una gran opresión en el corazón y Dios me aborrecía. ¡Ese fue el fruto amargo de no practicar la verdad! Recordé lo que el Señor Jesús había dicho: “En verdad os digo que si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos” (Mateo 18:3). Dios ama a las personas honestas. Si no puedo ser tan sincera y honesta como un niño pequeño, y en cambio ando siempre disimulando para que los demás me admiren, al final no seré salvo. Durante ese tiempo, a menudo oraba a Dios en mi corazón, pidiéndole que escrutara mi corazón constantemente y que me diera fe y fuerza. Estaba dispuesta a dejar de lado mi orgullo y mis intereses, a practicar la verdad y a ser una persona honesta, a decir todo lo que entendiera, a abrirme con sinceridad y a no proteger más mi orgullo y mi estatus.
Poco después, me fui a otro lugar, donde también cumplía deberes relacionados con textos. Pensé para mis adentros que tenía muchas deficiencias y que debía aprender de las fortalezas de mis hermanos y hermanas para compensar mis debilidades. Al hablar de los sermones, mis desviaciones y problemas siempre quedaban al descubierto, así que me preocupaba cómo me verían mis hermanos y hermanas y si me menospreciarían. En particular, hubo una vez que no podía entender a fondo un problema de un sermón. Después de leerlo varias veces, seguía un poco confundida, así que dudaba en expresar mi opinión. Con cada segundo que pasaba, me ponía cada vez más nerviosa y pensaba: “Todavía no tengo muy claro este asunto. ¿Debería decir algo? Últimamente he cometido bastantes errores. ¿Y si me equivoco otra vez? ¿Qué pensarán de mí la supervisora y la hermana con la que trabajo? ¿Pensarán que mi aptitud es bastante escasa y que no estoy a la altura de este deber? Mejor espero a que la hermana con la que trabajo hable primero. Me quedaré atrás para escuchar su opinión y luego decidiré si hablo o no”. Pero entonces pensé que, si seguía retrasándolo, perdería más tiempo. Oré en silencio por dentro, pidiéndole a Dios que calmara mi corazón para que pudiera dejar de estar constreñida por el orgullo y comunicarme sobre todo lo que entendiera. También recordé las palabras de Dios: “No te pongas un disfraz y no te encubras. En su lugar, ponte al descubierto y desnuda tu corazón para que los demás lo vean” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. La práctica más fundamental de ser una persona honesta). “Los honestos pueden asumir la responsabilidad. No se preocupan de sus propios beneficios y pérdidas, solo salvaguardan la obra y los intereses de la casa de Dios. Tienen un corazón bondadoso y honesto que es como un recipiente de agua cristalina cuyo fondo puede verse de un vistazo. También hay transparencia en sus actos” (La Palabra, Vol. V. Las responsabilidades de los líderes y obreros. Las responsabilidades de los líderes y obreros (8)). Las palabras de Dios me dieron fuerza en mi corazón. Aunque no podía entender a fondo este problema, sí tenía mi propia opinión, y debía decir lo que pensaba. Si para guardar apariencias siempre me escondía atrás y no me comunicaba, aunque mi apariencia no se perjudicaría, mis deficiencias no quedarían al descubierto y los demás no verían mis verdaderos pensamientos. Y así, tampoco sería una persona honesta ante los ojos de Dios. Tenía que ser más valiente, no podía seguir disimulando y encubriéndome. Después, compartí mis opiniones y también hablé de mi confusión. La supervisora discutió algunos detalles de mis puntos de vista. A través de esto, obtuve una comprensión clara del problema que me confundía, y también pude ver mis propias deficiencias y mis propios defectos. Me alegré mucho de haber expresado mis opiniones y pensamientos, de lo contrario, seguiría confundida con este problema. Aunque dar ese paso reveló mis deficiencias, también me ayudó a compensarlas. Después de eso, al comunicarme sobre el trabajo o discutir los sermones, conscientemente dejaba de lado mi orgullo y hablaba de todo lo que entendía. Aunque esto reveló muchas de mis deficiencias y defectos y quedé un poco mal, llegué a entender los principios-verdad relevantes con mucha más claridad, y mi eficiencia al cumplir con mi deber mejoró muchísimo. Ahora he podido experimentar que practicar la verdad y ser una persona honesta me ha traído muchos beneficios y ayuda. Ya no estoy enredada en tantas cargas y siento que mi mente se ha vuelto mucho más sencilla. La poca práctica y entrada que he ganado es el resultado del esclarecimiento y la guía de las palabras de Dios. ¡Gracias a Dios!